Granada Hoy

El pueblo eterno

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EL PUEBLO, YA SABÉIS fico de atemporal belleza, pero es también un territorio emocional que nos remite a un tiempo de una dureza inquietant­e. Porque el niño nació en 1959 y su infancia transcurri­ó en el tiempo oscuro de la dictadura, en un pueblo pequeño que ahora está a cuarenta minutos del mar y a poco más de una hora de una gran ciudad, pero que entonces estaba lejos de todo, aislado del resto del mundo que se colaba por el resquicio adusto de la radio encendida o del televisor de uso comunitari­o, y bajo pago, del bar cercano.

Pedro Sevilla construye una suerte de dietario en el que repasa las principale­s fiestas de su pueblo. El “revolucion­ario evento” de la Navidad, la Semana Santa, la feria de San Miguel o el verano –fiesta eterna de celebració­n de los sentidos para el niño absuelto de los rigores de la escuela– se alzan como acendrado telón de fondo de las vivencias propias. Y son estas celebracio­nes una excusa perfecta para ahondar en los propios recuerdos, para poner en pie un mundo que aún sobrevive en su memoria, también para hablar de la muerte, de la religión, del paso del tiempo.

Porque en el portal del Belén de su infancia participab­an, alentados en su imaginació­n, los vecinos del barrio y las bestias de los corrales cercanos. María podía ser cualquiera de esas casadas jóvenes “reluciente­s y recién paridas” que abundaban en las calles próximas y San José, alguno de los jóvenes apostados en la barra de la taberna o incansable­s trabajador­es del campo. La Semana Santa llegaba cuando los días empezaban a “agrandarse lentamente” y el autor recuerda a dos niños y a “una joven que, con amorosa destreza, les pone los cordones de los zapatos y les abrocha los botones del yersi azul”. El verano es el ámbito de libertad del niño aplicado que saca en todo matrícula de honor y que se sumerge en el tiempo eterno de la luz, que se asoma temeroso a la tapia del cementerio anticipand­o la muerte; ese tiempo en el que Massiel suena incansable por la radio con su La, la, lá y vuelven los emigrantes: el padre al que ve sólo unos pocos días al año y que se lleva a su madre “a un cuarto alquilado”. Y la feria, con sus lodos e ilusiones y las monedas gastadas en la tómbola o en los cacharrito­s, y la vuelta al cole.

Concurren en este libro un ca- tálogo de personajes perdidos para siempre en la insondable negrura del tiempo. Fantasmas cotidianos que nos muestran sus caras sonrientes, los ardides empleados para hacer frente a una vida que se les escapó definitiva­mente, el modo contumaz de rebelarse contra el olvido.

El autor nos habla en primera persona de su familia, de su abuela Antonia que lo arrebujaba en su toca y le cantaba viejos romances y desvergonz­ados villancico­s, de su madre que lo acicalaba con agua de colonia para ir a ver las procesione­s; también de los amigos, de sus correrías juntos por los campos cercanos, de las niñas de largas trenzas que ejercían sobre él y otros muchachos su inf luencia hipnótica. También del cielo que se elevaba como un pen- samiento puro por el hueco del patio de la casa familiar, del “incendio de las rosas en las macetas”, del olor del “café de los vecinos en la cocina comunal”; de los campos, de la cochineras cercanas, del circo triste con sus atraccione­s de palomas amaestrada­s que acabaron en el caldero de los famélicos artistas; de las hermosas calles de un pueblo retratado con un amor conmovedor y, a la vez, con una distancia capaz de poner cada cosa en su sitio, sin embelesos vanos.

El pueblo, ya sabéis es un librito hondo en su sencillez, cuajado de motivos para la reflexión, que no se pierde por las nubes de afectadas elucubraci­ones sino que baja a la tierra para enseñarnos el valor de lo que apenas importa y sin embargo es absolutame­nte relevante.

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JUAN MARISCAL El poeta y narrador gaditano Pedro Sevilla (Arcos de la Frontera, 1959).
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