El cartero que le escribía a Dios
EN la calle de mi infancia vivía una vecina que se llamaba Encarna. Encarna tenía el novio en la mili y todos los días esperaba ansiosamente la llegada del cartero, seguramente el hombre más deseado de su vida después de su prometido, que era el que le escribía las cartas de amor que le llevaba el cartero. Todos los días mi joven vecina, a eso de la una de la tarde, se sentaba en la puerta para esperar la misiva de su novio. A veces el cartero pasaba de largo y Encarna le preguntaba: “Cartero, ¿tienes algo para mí?”. Y cuando el cartero le decía que no, Encarna se desmoronaba y creía que se había perdido un día de su vida. Pero a veces tenía dos cartas a la vez de su pretendiente y ella se iba a su habitación para leerlas hasta tres y cuatro veces. Eran otros tiempos. Menos mal que al novio de mi joven vecina no le pasó como a aquel que de tanto escribir a su novia consiguió que ella acabara casándose con el cartero. Ahora los mensajeros no llevan cartas de amor a la gente, solo llevan notificaciones de Hacienda, multas y avisos de pagos de impuestos. Los carteros han pasado de ser esos profesionales que te alegraban el día si llamaban a tu puerta a ser mirados con recelo porque suelen ser portadores de noticias nefastas que afectan al bolsillo del destinatario. Aunque, mirándolo bien, la cosa no ha cambiado tanto porque si antes mucha gente firmaba con el dedo gordo cuando recibía un certificado, ahora volvemos a firmar con el índice en esos cacharros electrónicos que llevan los mensajeros. Solo hemos cambiado de dedo.
De todo eso sabe muy bien nuestro entrevistado de hoy, Antonio Funes Delgado, que ha sido cartero toda su vida. Antonio sabe que, efectivamente, se ha perdido todo el romanticismo que existía en torno al oficio, desde que ya no se escriben cartas a mano en las que expresar nuestros sentimientos.
–Este es uno de los oficios que más ha cambiado las nuevas tecnologías. Yo me acuerdo de llegar a alguna casa y de incluso leerle las cartas a los destinatarios porque ellos no sabían leer o porque no veían las letras. Este oficio ya no es el mismo, quizás porque faltan las cartas de amor, aquellas en las que la amada se pintaba los labios para pegar el sobre que recibía su amado. Los besos estampados con carmín revivían al destinatario.
Antonio fue cartero, lo mismo su suegro, su esposa, su hermano y ahora su hija. ¡Sepa Dios las cartas que han podido llevar toda esta familia de carteros a lo largo de su vida! Él parecía predestinado para este oficio ya que durante la época en que estuvo en el seminario sus compañeros les daban las cartas cuando salía a la calle para que las echara al buzón de Correos. Y durante el servicio militar en el Aaiún fue el encargado de repartir la corres-