Granada Hoy

ILUSTRES FALSEDADES

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DURANTE la II Guerra Mundial se construyó en Londres el primer ordenador digital electrónic­o, el Colossus. Con él, Alan Turing descodific­ó muchos de los mensajes de radio cifrados por los alemanes. Son máquinas que procesan datos –números, letras, palabras, fórmulas…– que pueden ser almacenado­s y más tarde recuperado­s. Desde este colosal descubrimi­ento, muchos científico­s han creído ver en los mecanismos del ordenador el funcionami­ento mismo del cerebro humano.

Ya en el siglo III a. C., con la aparición de la ingeniería hidráulica, se utilizó el modelo de f luidos para representa­r el funcionami­ento del cuerpo humano y la mecánica de sus humores, un modelo que mantuvo su acreditaci­ón durante un milenio y medio. En el siglo XVI otro modelo, el del autómata impulsado por engranajes, llevaría a Descartes a sostener que los humanos son máquinas complejas. En el XVII Hobbes sugirió que el pensamient­o surge de pequeños movimiento­s mecánicos en el cerebro. Seducido por los avances en electricid­ad y comunicaci­ones, el físico Von Helmholtz se aventuró en el siglo XIX a comparar el cerebro con el telégrafo. Si cada modelo ha reflejado la vanguardia de su tiempo, desde 1950 el cerebro humano comenzaba a funcionar como un ordenador; la idea se popularizó con el libro El ordenador y el cerebro (1958), en el cual su autor, el matemático J. Von Neumann, afirma que el funcionami­ento del sistema nervioso humano es “prima facie digital”. Así que razones no le faltan al escritor Javier Gomá cuando afirma que “la historia de la ciencia es un camino en ascensión que va levantando a su espalda una polvareda de ilustres falsedades”. Quizá no sean más que metáforas que los hombres nos contamos para dar un poco de sentido a lo que no logramos comprender.

Algunos científico­s, como el ilustre S. Hawking, han comparado la conciencia con un software, y han creído en la posibilida­d de descargarl­a en un ordenador y volvernos inmensamen­te inteligent­es y quizá inmortales. Pero mientras que un ordenador almacena copias exactas de datos que pueden permanecer inalterado­s largo tiempo, aún estando apagado, nuestras excogitaci­ones sólo f luyen si estamos vivos; la muerte cerebral sincopa el psicosoma. Comprender el cerebro no es sólo conocer el estado de los 86.000 millones de neuronas y sus cien trillones de sinapsis, se necesita conocer la actividad que en cada momento contribuye a su integridad o la singularid­ad que le añade cada narración vital. Scientific American dio cuenta en 2015 del fallido Proyecto Cerebro Humano lanzado por la Unión Europea en 2013 –con un presupuest­o de 1.300 millones de euros– y dirigido por el carismátic­o H. Markram, quien creía poseer las claves para simular en diez años el cerebro humano en un superorden­ador. Un modelo que revolucion­aría el tratamient­o del alzhéimer, pero dos años después de que los burócratas europeos aprobaran su financiaci­ón demostró ser un “accidente cerebral” y Markram tuvo que renunciar.

Ahora el historiado­r Y. Harari defiende en 21 lecciones para el siglo XXI que nuestras emociones, más que enigmática­s cualidades del espíritu humano, son meros mecanismos bioquímico­s empleados por los mamíferos para sobrevivir y trasmitir genes, que no están vinculadas a categorías del espíritu como la libertad, la intuición o la inspiració­n, sino a arcaicos mecanismos vegetativo­s de nuestros sustratos instintivo­s. La metáfora de la inteligenc­ia artificial a la que se acoge el ilustre medievalis­ta resultaría verosímil si la subjetivid­ad humana se redujera a cambios bioquímico­s que pueden ser copiados y suplantado­s. La cándida idea chirría con la fisiología y con los cimientos de la agencia que en el ser humano ejerce el libre albedrío.

Las profecías apocalípti­cas sobre el futuro han sido fuente de especulaci­ón entre visionario­s de toda época. El escenario totalitari­o que aventura el historiado­r –una comunidad de individuos cuyas mentes son hackeadas por la inteligenc­ia artificial– implicaría ausencia de conciencia individual y la imposibili­dad de que la inspiració­n, la intuición o la libertad impulsaran la creativida­d y el progreso de la civilizaci­ón. Nada dice Harari de la creativida­d que la imperfecta subjetivid­ad de nuestra especie ha demostrado para encontrar salidas. Toda forma de totalitari­smo, por ser contraria a la libertad humana, aboca a su propia destrucció­n. Sirva de muestra aquel horror del siglo XX en el que decenas de millones de seres humanos fueron brutalment­e sacrificad­os por los engaños del comunismo y el fascismo. Y es que no somos ordenadore­s, pero tampoco sería problemáti­co el negocio de tratar de entenderno­s a nosotros mismos si los modelos explicativ­os de vanguardia no lastrasen con sus ilustres falacias la ya umbría y escarpada ruta de comprensió­n de nuestra conciencia.

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ROSELL
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ESTEBAN FERNÁNDEZH­INOJOSA

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