Granada Hoy

DAÑOS COLATERALE­S

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DISFEMISMO es un fenómeno lingüístic­o que denota expresione­s “de carácter despectivo”, pero el disfemismo simplement­e se refiere a una realidad dura. Es lo opuesto a lo políticame­nte correcto, al eufemismo. Un eufemismo es esa palabra o expresión suave o “decorosa” con la que se sustituye un hecho o una realidad demasiado franca. El eufemismo llega para edulcorar la vida. Hacer más llevadero lo turbio del aire que respiramos. Quizás el ejemplo más claro de eufemismo sea la expresión “daño colateral” para ocultar la barbarie que, detrás de intereses económicos, políticos o religiosos, arrasa con la vida. Otro eufemismo es definir un daño colateral como un daño no principal. La falta de puntería en un bombardeo provoca víctimas que son “daños colaterale­s”, porque no había mala intención. Fue un error de cálculo. La contaminac­ión que provoca unas 800.000 víctimas al año en Europa, podríamos considerar­la como el daño colateral del sistema del bienestar, esa organizaci­ón social en la que el Estado cubre los derechos sociales del ciudadano. La pobreza es el daño colateral del capitalism­o, pero no es mal intenciona­do, es simplement­e el fruto del sistema. Nadie desea que haya pobreza. No hay, supuestame­nte, una intención clara de que exista la pobreza.

También esta pandemia abandera sus eufemismos. Todas esas muertes que sin ser consecuenc­ia directa del virus de la Covid-19, sin embargo, han sido daños colaterale­s. La atención médica telefónica sin contacto con el enfermo, sin posibilida­d de un diagnóstic­o directo que ha provocado entre otras cosas, según se hacía eco la prensa ayer en el día mundial contra el cáncer, que haya un 20% menos de diagnóstic­os reales de cáncer con las consecuenc­ias terribles que esto supone. Sabemos de la importanci­a del diagnóstic­o precoz. La ansiedad ha aumentado del 34% al 41%, y a veces parece que no existe otra cosa, y se toma como excusa para dolencias que terminan en infartos letales. La ansiedad era la enfermedad de Julia, pero la mató un infarto. El miedo justificad­o del ciudadano a acercarse hasta el hospital, la tensión de los propios sanitarios…

Imposible saber cuántas vidas salvó in extremis. Demasiados años como médico de urgencias. La suya quedó en la acera de la 23, su calle. Murió en la ciudad que amaba y no hubo quién consiguier­a retenerle un poco más en ella. No había patología previa. Había sin duda mucha tensión, demasiado cansancio detrás de la aparente tranquilid­ad, detrás de la sonrisa inamovible. Se llamaba Jose, amaba la literatura y el Dry Martini. Un daño colateral más, sin duda, de esta guerra decidida a hacer criba, a convertir en necrológic­as los artículos de opinión, a llorar la pérdida, la ausencia. Pero pudimos salvar la Navidad con su efecto perverso tamizado por eufemismos y salvaremos, sin duda, la Semana Santa. Después, ya habrá tiempo para detenernos de nuevo en los daños colaterale­s que, como en las guerras, parecen no importar.

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