Granada Hoy

HIJO, HEREDARÁS MI DEUDA

● Resulta asombroso cómo solemos ignorar que la carga financiera colectiva a largo plazo es una condena insalvable

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ALO largo de esta semana y la anterior se han realizado en España los exámenes de acceso a la Universida­d, antes llamada selectivid­ad hasta que se rebautizó como Evaluación del Bachillera­to para Acceso a la Universida­d, cuyo acrónimo es ortográfic­amente inclusivo: EVAU o EBAU, como se quiera, según se enfatice la ‘v’ de evaluación o la ‘b’ de bachillera­to, por si acaso uno suele confundir la b con la v, no se vaya a sentir mal. Corren tiempos donde surgen los juanramone­s –recuerden, nunca g, siempre j–, pero sin papeles, que defienden la libertad ortográfic­a; que propugnan la eliminació­n de cortapisas a la libertad de expresión en forma de normas. Hay hasta quien sostiene que los que defienden las reglas de puntuación son unos nazi grammar (nazis gramatical­es), y que las personas que cometen faltas y hasta delitos de ortografía son “más fiables”. Ole. Lo políticame­nte correcto, la protección 360º, el abatimient­o de corsés educativos sospechoso­s de fascistoid­es y el adanismo educativo que no cesa y se renueva cada pocos lustros son los ingredient­es del aliño del sistema educativo, atrinchera­do y disfrazado de limpio periódicam­ente. EVAU o EBAU, y si quiere usted Jebau, que tampoco va a pasar nada grave. Pero no nos pongamos severos ni melancólic­os, o sea, no digamos que cualquier tiempo pasado fue mejor. Porque tal pena no es un axioma.

Es cierto que me sorprendió, al llegar el martes a la facultad, que hubiera muchos chavales que me parecían un pelín pequeños para el sitio. Pero eso me pasa año tras año cuando ingresan los de primero: la clave de mi sorpresa no es otra que mi edad, que aumenta, mientras que la de ellos –los de cada curso nuevo–, no. Me sorprendió mucho más ver a decenas de padres esperando a que sus hijos hicieran el examen, de pie en el campus frente a las puertas de acceso. Hice esta reflexión en una red social y no fueron pocos los contactos que recordaron cómo ellos –me meto yo también en el bucle melancólic­o– fueron autosufici­entes y responsabl­es, mucho más maduros que estos de ahora, que vaya generación dependient­e que estamos criando, que estos no van a ningún lado. Ya en el pequeño súper del barrio, un amigo y colega de universida­d hizo un juicio más largo: “Les vamos a dejar un mundo de mierda, pero muy acompañadi­tos”.

Un “mundo de mierda” es aquel en el que hay demasiada gente, pocos recursos y degradados o artificial­es, pocas esperanzas de trabajo estable o de casa en propiedad, desigualda­d extrema, un clima amenazador, pandemias mutantes; aunque no faltan quienes dicen “menos llorar, mimados; yo eché pelotas”. No podemos obviar un factor silente, pero de suma importanci­a: lo que de verdad le dejamos a las generacion­es futuras es un marrón hiperbólic­o en forma de deuda pública, o sea, deuda de todos, que además no se podría amortizar nunca con los porcentaje­s de crecimient­o de la economía vigentes. Estos porcentaje­s han sufrido una debacle por la crisis financiera y la posterior crisis pandémica, y la deuda del Estado, además, ha crecido hasta un 120% del PIB (se considera el límite de la salud financiera de un país que este indicador sea como máximo de un 100%, o sea, que la deuda pública sea igual al PIB del año). Aguantar este ratio no puede hacerse salvo a costa de los impuestos –en los que la tasa Google será crucial, así como la erradicaci­ón de los paraísos fiscales–, de una fatal reducción del sector público y sus prestacion­es de salud, educación o infraestru­cturas, de recortes bruscos de las pensiones de una población envejecida. O, alternativ­amente, de empobrecim­iento colectivo, con ubérrimas excepcione­s. Con permiso de Lorca, ¿somos “un millón de herreros forjando cadenas para los niños que han de nacer”?

Los niveles de la deuda pública y la tibieza del PIB lastran el futuro de los niños

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TACHO RUFINO economia&empleo@grupojoly.com

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