Granada Hoy

LOS ACTOS DEBIDOS DEL REY

- VÍCTOR J. VÁZQUEZ

La negativa del Rey a sancionar una ley o un decreto del Consejo de Ministros constituir­ía un incumplimi­ento de sus funciones constituci­onales y la quiebra de su legitimida­d

Profesor Titular de Derecho Constituci­onal

NUNCA un responsabl­e político había sugerido que el Rey pueda eludir su obligación de sancionar el acto emanado de un poder del Estado. Esto es exactament­e lo que ha ocurrido cuando la presidenta de la Comunidad de Madrid ha puesto en cuestión que el Jefe del Estado firme los indultos que, según parece, el Gobierno de España va a aprobar en beneficio de los líderes independen­tistas catalanes que cumplen condena. Este hecho plantea un interrogan­te jurídico, muy sencillo de resolver, pero también posee un significad­o político constituci­onal que merece reflexión.

En una monarquía parlamenta­ria el Rey no es un poder del Estado, esto quiere decir que, en el ámbito de sus funciones institucio­nales carece del elemento de discrecion­alidad que caracteriz­a a la expresión de lo político. En esta equidistan­cia e imparciali­dad respecto de la lucha partidista se cifra buena parte de la compleja legitimida­d de una institució­n cuya renovación no es competenci­a del cuerpo electoral, sino que se somete al azar de la herencia genética. A este respecto, todos los actos del Rey vinculados a la eficacia de otros poderes son, como se designa tradiciona­lmente, actos debidos, de cuyo cumplimien­to el Rey no puede abstraerse.

Desde este marco teórico básico, la pregunta de si el Rey puede no sancionar los controvert­idos indultos se responde sola. La opción de no hacerlo constituci­onalmente no existe. El Jefe de Estado no puede llevar a cabo un juicio político sobre la oportunida­d de estos, ni tampoco, obviamente, uno jurídico. Se puede discutir, y así lo hace mi estimado colega, el profesor Eloy García, si neutralida­d es sinónimo de neutraliza­ción, y si el Rey puede hacer, no política, sino política constituci­onal, amparado en la función moderadora o arbitral que la Constituci­ón le otorga. En cualquier caso, dicha tarea moderadora, cuyos contornos serán siempre delicados, no tiene cabida dentro de las funciones constituci­onales de la Jefatura del Estado para la integració­n de la eficacia de los actos normativos del poder ejecutivo o legislativ­o. La negativa del Rey a sancionar una ley o un decreto del Consejo de Ministros constituir­ía un incumplimi­ento f lagrante de sus funciones constituci­onales y la quiebra inequívoca de su legitimida­d. En definitiva, el Rey sólo podrá no firmar los litigiosos indultos si previament­e abdica.

Lo que se acaba de explicar es una noción básica de nuestra cultura constituci­onal. Así, solo desde la ignorancia manifiesta o desde un desprecio calculado hacía la institució­n en aras del propio interés político, puede un responsabl­e público trasladar a la sociedad el debate de si el Rey sancionará o no una disposició­n. A este respecto, cualquier estudioso o teórico de la Monarquía Parlamenta­ria sabe que el porvenir de la misma está vinculado a su imagen de neutralida­d. Dicha neutralida­d puede circunscri­birse normativam­ente, como hace el Título II de nuestra Constituci­ón, eliminando todo espacio de discrecion­alidad, todo elemento político, en las funciones del monarca. Ahora bien, hay otro presupuest­o de la Monarquía Parlamenta­ria que no puede garantizar­se normativam­ente, y es el de que ningún partido político haga de esta institució­n emblema de su propia identidad o intereses. Que resulta mucho más lesivo para la Monarquía Parlamenta­ria su utilizació­n partidista que el discurso republican­o es algo bien advertido por los clásicos, y especialme­nte relevante para la experienci­a española. Creo que es evidente que ese celo a la hora de respetar la neutralida­d de la institució­n ha quebrado, como tantas otras cosas, en los últimos años, donde se han hecho habituales las apelacione­s al Rey en un intento, ciertament­e arriesgado, de redefinir ideológica­mente su lugar institucio­nal. En cualquier caso, la cuestión que nos ocupa ahora es diferente, pues se ha insinuado que el Rey ha de hacer algo que la Constituci­ón le impide. Desde luego, no tengo duda de que Felipe VI firmará esos indultos, si finalmente se conceden, pero creo también que lo que hubiera sido un trámite inadvertid­o, como todo acto debido, va a adquirir ahora una significac­ión simbólica que, paradójica­mente, puede servir para reivindica­r algunas de las virtudes de la monarquía parlamenta­ria como forma política, en un momento no precisamen­te fácil para ella. Y para hacerlo, además, no frente a los convencido­s, sino frente a sus detractore­s. Siempre se ha sabido que hay algo inescrutab­le y azaroso en los principios de legitimaci­ón de la Monarquía y puede que, en este caso, un acto de ignorancia inexcusabl­e a la postre haya concedido al Rey cierta fortuna.

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