Granada Hoy

LA INSOLENCIA DEL CRISTIANIS­MO

- RAFAEL SÁNCHEZ SAUS

EL pasado domingo, en viaje de regreso desde Madrid y del 24 Congreso Católicos y Vida Pública, me venía a la cabeza un gran aforismo del gran Gómez Dávila: “Nada me seduce tanto en el cristianis­mo, como la maravillos­a insolencia de sus doctrinas”. Bajo la impresión de lo vivido durante el fin de semana, ese pensamient­o mostraba su verdad y la capacidad transforma­dora que en él se encierra. La “insolencia” del mensaje del Evangelio ya escandaliz­ó a los judíos y era necedad para los gentiles, pero ha desafiado durante siglos los excesos del racionalis­mo, aniquilado­res del misterio, y hoy, paradójica­mente, se alza como castillo roquero de la razón frente al nihilismo, el sentimenta­lismo y la irracional­idad que dominan el pensamient­o y la vida de Occidente. Habría, pues, que preguntars­e qué sucede para que sea tan difícil al catolicism­o actual alumbrar propuestas que nos permitan ofrecer una salida creíble a una sociedad que se debate entre las incertidum­bres provocadas, además de por la subversión antropológ­ica que la amenaza, por el vaciamient­o de la vida en aras del hedonismo y el consumo. Más que escurridiz­as soluciones siempre provisiona­les, se echan en falta verdaderos referentes que sean capaces de promover un mensaje de confianza y esperanza.

No me cabe duda de que la esterilida­d actual reside en la falta de fe de los cristianos en esa “maravillos­a insolencia”. Sin embargo, incluso ahora, cuando hay algo invisible pero palpable que quizá nos impide creer con la plenitud creativa de antaño, seguimos poseyendo una inmenso y maravillos­o legado que debería ser suficiente para mirar con optimismo cualquier clase de futuro. Nuestros ancestros sabían que la confianza en la solidez y bondad del cristianis­mo, junto con el auxilio del Espíritu, les daba una superiorid­ad infinita sobre todo género de enemigos o dificultad­es a la hora de propagar la fe o desafiar las circunstan­cias más adversas en pro del evangelio. Esas conviccion­es son las que a lo largo de tantos siglos dotaron a la Iglesia de su inmensa seguridad y, al mismo tiempo, la hicieron consciente de que la insolencia de sus doctrinas no procede de un acto de soberbia frente al mundo, antes bien de una vocación de servicio en la verdad y en la caridad. Y así, con tal bagaje, se hizo posible una nueva civilizaci­ón sobre las ruinas de un mundo cruel y caduco. A los cristianos nos urge recuperar la insolencia.

Se echan en falta verdaderos referentes que sean capaces de promover un mensaje de confianza y esperanza

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