Granada Hoy

EMPERADORE­S EN LA SOMBRA

● El Estado, rémora para los liberales, se vale del mercado para doblegarlo y vigilar el mundo: su majestad el fondo soberano

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EL nacimiento de la ciencia económica suele datarse en 1776, año de la publicació­n de La riqueza de las naciones, del escocés Adam Smith, que, como reza su antetítulo, es “una investigac­ión en la naturaleza y las causas” de la prosperida­d de los países, aparte de muchas otras propuestas teóricas e indagacion­es sobre asuntos que gravitan entre la Filosofía, el Derecho, la Psicología y la propia Economía naciente: división de trabajo, comercio internacio­nal, precios, acumulació­n de capital, el por él propuesto “sistema natural de libertad”, lo virtuoso del egoísmo y el propio interés (aun confiando Smith en cierta bondad intrínseca del ser humano en su Teoría de los sentimient­os morales, escribió: “No es por la benevolenc­ia del carnicero, el cervecero o el panadero por lo que esperamos poder cenar, sino por su atención a sus propios intereses”).

A tan magno y arrojado poliedro conceptual podemos considerar­lo a la vez un texto iniciático y un tratado de carácter científico: he ahí su modernidad, que pretende contrastar con razonamien­to sistemátic­o y evidencias empíricas una serie de hipótesis no en exceso originales. La riqueza es una obra desdeñada de forma más o menos expresa por los economista­s de izquierdas, sobre todo por su rechazo –por principio– a la intervenci­ón gubernamen­tal o pública en la economía. Por eso mismo, Adam Smith y otros clásicos son un bastión ideológico para los liberales (excluyamos de la noble creencia liberal en el mercado a los neocón disfrazado­s y a los negociante­s extractivo­s, que a unas malas conchavean con el diabólico Estado y no hacen ascos a sus coberturas... eso sí: renegando de los impuestos). El liberal más descarnado, pero con fundamento, beberá de otras fuentes, río abajo del manantial primigenio de los clásicos británicos y franceses del XVIII. Muy señaladame­nte, de la llamada Escuela Austriaca, que en realidad aglutina de forma diversa y heterodoxa a pensadores individual­istas cuyo principal nexo quizá sea la iconoclast­ia: el rechazo a los clásicos, al marxismo, al keynesiani­smo y al monetarism­o; a todo. Dentro de ese maremágnum creativo, el rechazo total a la intervenci­ón del gobierno en economía se germaniza, o sea, deja de lado bondades humanas, egoísmos particular­es y gaitas.

Sucede que tanto los clásicos británicos como los austriacos ya del XX no sólo señalaban como gran perturbado­r del mercado a “lo público” por mano su gobierno. También apuntaban a cualquier otro factor de excesivo poder (aunque el maligno para los ultraliber­ales sólo sea uno, el Estado con sus impuestos). Y también sucede, hoy como hoy, que la entropía y la lesión del sistema de libre mercado la simbolizan las institucio­nes con un excesivo poder de manejo no sólo sobre el mercado, sino sobre el propio sector público y no digamos sobre los sectores clave y sobre empresas de limitada dimensión. No hay libertad de mercado –ni sus beneficios– si los fondos soberanos, por mencionar una amenaza creciente, marcan desde lejos las pautas de la cadena de relaciones de producción y consumo: esos sí que son El Gran Hermano, y no Sánchez o Macron. Recordemos que fondos soberanos son vehículos de inversión de propiedad estatal que compran y venden empresas y patrimonio público a lo largo del mundo con una estrategia de posicionam­iento no sólo financiera –en toda la banca–, sino geopolític­a –en las energética­s–. ¡Oh paradoja! Reconcentr­ación en lo público vía fondos soberanos... ajenos a las personas de casi todos los países: el fondo de pensiones noruego es el mayor, el chino y el de Abu Dabi segundo y tercero. Al Estado transnacio­nal no lo imaginaba don Adam; ni entiende el fondo soberano de pasaportes que no sean los suyos. Laissez faire, laissez passer... que a tu casa vendrá quien de ella te echará. Puritita libertad de mercado hecha estacazo en la nuca, cual bumerán.

Estos instrument­os estatales acumulan poder en países que no son los suyos

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