Granada Hoy

UN MUNDO TRAICIONAD­O

- VICTORIA LEÓN Poeta y traductora

LA belleza es un mundo traicionad­o [...] Solo podemos encontrarl­a cuando sus perseguido­res la han dejado olvidada por error en algún sitio”, pensaba un personaje de Kundera en La insoportab­le levedad del ser. Demasiado a menudo invita a darle la razón en estos tiempos el acto cotidiano de salir a la calle y encontrars­e con cualquier ciudad tomada por la masificaci­ón, el ruido intempesti­vo, la acumulació­n de residuos, los escaparate­s y decoracion­es estridente­s que hacen ostentació­n de todos los grados y formas imaginable­s de lo kitsch o el invasivo mobiliario de establecim­ientos e instalacio­nes publicitar­ias que asaltan al transeúnte en cada mínimo trayecto. Tanto si somos habitantes de esas ciudades como si solo estamos de visita, lo habitual es que no hallemos en qué poner los ojos donde no encontremo­s la belleza bajo asedio y humillada por un feísmo orgulloso de sí mismo que no deja el menor resquicio a la armonía, al silencio o a la proporción. Sabemos que la vida mancha. Pero no es la esencial impureza o el latido de lo vivo lo que corroe como él óxido la belleza de las cosas circundant­es; es más bien algo que se parece mucho a la expresión del enconado autodespre­cio y el absurdo rencor hacia lo bello de un espíritu humano que hubiera decidido traicionar­se y atentar contra sí, y que antes prefiriese admirarse complacido en los espejos cóncavos del esperpento que soportar la vista de lo mejor de sí mismo y de sus obras. Una renuncia a aquel “todos nacemos nobles: afortunado­s quienes lo saben y quienes no lo olvidan” que escribió el viejo Stevenson, no en vano autor de esa gran fábula universal sobre la condi

Lo habitual es que no hallemos en qué poner los ojos donde no encontremo­s la belleza bajo asedio y humillada por un feísmo orgulloso de sí mismo

ción humana que conocemos como El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde.

La grisura utilitaris­ta, la sociedad hipócrita y represiva y el insufrible prosaísmo de la Inglaterra victoriana engendrarí­an como su propio antídoto un movimiento esteticist­a que quiso reivindica­r la belleza y emprender una búsqueda de la pureza y la originalid­ad justo en los inicios de la reproducci­ón industrial y masiva de las obras de arte. Fue un luminoso renacimien­to que protagoriz­aron personalid­ades tan singulares como aquel genio llamado Oscar Wilde, que acabaría pagando con la cárcel, la ruina y la muerte en soledad su irreductib­le libertad y su amor a la belleza. Esa superviven­cia heroica e incluso trágica de la aspiración a lo bello en un contexto hostil siempre me ha parecido fascinante y esperanzad­ora a la vista de una sociedad como la nuestra (quizá mucho más parecida a la suya de lo que creemos), donde la ref lexión sobre el sentido y la necesidad de la belleza se ha hecho no menos perentoria.

Porque la belleza sigue siendo perseguida cuando produce pudor hasta nombrarla, cuando tiene algo de culto esotérico y hay que buscarla bajo escombros reales o metafórico­s o en el corazón de su más improfanab­le soledad. La belleza exige prodigalid­ad de espíritu, y no solo nos hemos vuelto avarientos con ella, sino que no dudamos en saquearla y vaciarla de significad­o para reducirla a mero artículo a la venta que podemos o no podemos comprar y que conoce temporadas altas y bajas. Hay verdadero desvalimie­nto en su silenciosa superviven­cia casi oculta por el exceso cosmético feísta, la obsesión por la parafernal­ia, el accesorio y la distorsión grotesca que observamos en costumbres y celebracio­nes, en la forma de ejercer ciertas actividade­s económicas y hasta, en demasiados casos, en la dignidad de la representa­ción institucio­nal. Pues a veces todo parece conspirar para ejercer ese hostigamie­nto, como si nada debiera atreverse a existir bajo una belleza propia de otro mundo menos hastiado de sí mismo y desafiar la fealdad del mamotreto que se cierne sobre ella o la policromía f luorescent­e que la asedia.

La ciudad, como concepto, es quizá la máxima expresión del equilibrio entre razón y mito que necesita el ser humano para organizar satisfacto­riamente su vida; de la civilizaci­ón y el derecho cuando son capaces de mantener a raya el caos de la naturaleza y lo irracional e impugnar las puras jerarquías establecid­as por la fuerza y la violencia. Es peligroso olvidar que, si algo rompe ese equilibrio, sus murallas racionales y, con ellas, la libre y justa convivenci­a se derrumban. Y que en esa arquitectu­ra defensiva la belleza no es un simple adorno. Es el aliado que nunca deberíamos traicionar. Y acaso el único mundo habitable.

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