The atlantic & asia-pacific
UN TIFÓN Y EL TOKAIDO | José Pazo Espinosa
En octubre, Japón vibra con los tifones. Como dragones pintados por algún artista burlón, con la boca abierta y las alas desplegadas, llegan al archipiélago desde el sudoeste y azotan las costas con fiereza. Los dragones, en la iconografía budista zen son seres humanos que han alcan
zado la iluminación. Al hacerlo, los bigotes crecen, nacen alas y la persona pasa a ser un animal temido y admirado por su enorme poder. “¡Katsu!” gritan los dragones recién iluminados, mientras surcan los cielos. Los tifones, en cambio, no gritan “¡Katsu!” pero aúllan como monjes locos que reprocharan al cielo su iluminación todavía no cumplida. Las gotas azotan los cristales. El viento pasa de los doscientos kilómetros por hora y arrastra cualquier cosa que esté suelta en la calle. Las olas azotan la isla. Antiguamente, la gente cubría las fachadas de las casas con los amado unas enormes contraventanas oscuras para defenderlas de cualquier desperfecto. Hoy, la gente corre a sus casas, pero los trenes y los coches siguen funcionando, desafiando el poder de la naturaleza. Los dragones ya no son lo que eran. En octubre del año pasado, yo estaba en Tokio. Los días pasaban templados, todavía lejos del momiji, el cambio de color de las hojas de los arces, que convierten el país en una alfombra roja y naranja. Cansado de Madrid y de su sequedad, Japón era una burbuja verde y húmeda, que ofrecía excursiones tranquilas por rincones poco conocidos. El Japón más agradable es el que se esconde en el uramachi, en los pequeños callejones alejados de las calles principales. Ese Japón lo perseguía cada noche. El día, lo pasaba en la biblioteca nacional o en casa de Donald Keene, a quien conocí hace años, y a quien le gustaba que pasara por su casa unas horas para charlar. En realidad, yo había ido a Japón en busca de un personaje y no lo encontraba. En vez de eso, pasaba las horas paseando, en la casa de Donald Keene o en un pequeño restaurante, una izakaya, que había descubierto cerca de la habitación en la que dormía, rodeado de locales del distrito de la linterna roja. Suena muy poético, pero era bastante cutre. Me gustaba.
Donald Keene es un japonólogo de origen norteamericano. Nació en Nueva York en 1922, lo que hace que tenga 96 años según la cuenta occidental y 97 según la japonesa tradicional. Comenzó a estudiar japonés en el inicio de la segunda guerra mundial. Lo
mandaron a Hawai y allí pasó la guerra, traduciendo informes de la inteligencia militar y diarios de soldados japoneses caídos en combate. A menudo, los diarios que le daban estaban manchados con sangre. Cada soldado japonés llevaba un pequeño cuaderno en el que escribía sus pensamientos. Incluían mensajes a sus familias o poemas. Pronto, los diarios fueron demasiados para poder traducirlos. Los acumulaba en un saco, junto a la mesa en la que trabajaba. Cuando la guerra terminó, fue destinado a China. En medio del caos que trajo la paz, se metió casi de polizón en un avión que iba a Japón. Llevaba algunos diarios con él. En Japón, buscó a las familias de los soldados caídos y se los devolvió. Le sorprendió la calidez con la que los japoneses recibían a los norteamericanos, que acababan de lanzar las dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.
Años más tarde, Keene escribió The pleasures of Japanese Literature, “Los placeres de la literatura japonesa”, un delicado libro en el que habla de ensayo, de poesía y de teatro japonés. Cuando habla de ensayo, se centra en el Tsurezuregusa, que se publicó en España con el nombre de “Tsuzuregusa: Ocurrencias de un ocioso”. Yo lo había leído en español antes de leer el de Keene en inglés. Fue interesante el efecto. Había disfrutado con la lectura de las ocurrencias del ocioso y ahora era como si un guía me diera explicaciones de una casa en la que yo había vivido. Tsurezure es algo así como no tener nada que hacer, estar desocupado, y se refiere muchas veces al tedio. Kusa es “hierba”, pero hace referencia a la forma de escribir con letra cursiva y con pincel en japonés, ya que las letras parecen briznas de hierba. Satie dijo que el aburrimiento es profundo y misterioso. En ningún libro como en el del monje budista Kenko Yoshida se refleja eso tan bien. Julio Baquero, novelista español acaba de traducir “Los placeres de la literatura japonesa”. Me dijo, “dale un libro a Keene, por favor”. Con Keene hablo de estas cosas, y de la gente que ha conocido. Me gusta que me cuente esas historias y a él le gusta contarlas. Mientras hablamos, su hijo adoptivo, un músico de shamisen de cincuenta años, nos hace alguna foto de vez en cuando. Yo me pregunto dónde acabarán esas fotos. Hablamos de Mishima, al que conoció bien. Fue su acompañante en Nueva York cuando Mishima intentó estrenar sus obras de teatro Noh en Broadway, en inglés. El teatro Noh es lo más lejano a Broadway que cualquiera pueda imaginar, por eso el empeño de Mishima guiado por Keene es enternecedor. Y divertido. Naturalmente, no lo lograron. Es
Tsurezure es algo así como no tener
nada que hacer, estar desocupado,
y se refiere muchas veces
al tedio.
tuvieron cerca, pero al final la cosa se torció. En ese viaje, Mishima se hizo las famosas fotos en las que recrea a San Sebastián y su martirio. También hablamos de Abe Kobe, un novelista que siempre me interesó mucho, autor de “La mujer de la arena”, de “El hombre de la caja”, entro otras obras. Keene siempre me decía que en su opinión Mishima se había suicidado porque el Nobel se lo dieron a Kawabata y eso acabó con sus esperanzas de obtenerlo él. Otras veces, hablábamos de España o de los cuervos del parque que se veía desde su balcón. En Japón, los cuervos son los únicos seres a los que se permite posarse encima del ataúd imperial.
Había conocido a Keene en Nueva York. Le había escrito un año antes desde Madrid para pedirle una contribución para un número de La Revista de Occidente que había coeditado. Keene se negó al principio aduciendo su edad. En vez de aceptar su negativa, insistí contándole la historia de mi familia. Mi bisabuelo se fue en 1906 a Tokio a aprender japonés. Se fue recién casado y estuvo allí diez años enseñando español, hasta 1916. Pasó el final de la era Meiji y el inicio de la Showa. Allí nació mi abuela y su hermano Ricardo. Mi bisabuelo tradujo el Bushido y cuentos y leyendas japonesas. Yo las había reeditado junto con Julio Baquero en Madrid.
Keene siempre me decía que en su opinión Mishima se había suicidado porque el Nobel se lo dieron a Kawabata y eso acabó con sus esperanzas de obtenerlo él.
Mi bisabuela decía que nunca había sido tan feliz como en Tokio. Su marido murió durante la guerra civil en Barcelona. Le conté eso, y Keene me escribió diciéndome que aceptaba participar en la revista. Me mandó un manuscrito sobre el Genji Monogatari, la historia del príncipe resplandeciente.
Un año después, fui a pasar un año a Nueva York, a enseñar en la New York University, y le escribí. Quedamos a comer en un restaurante español en el Village. Le apetecía comer paella. El restaurante era en realidad un mejicano, y la paella parecía hecha con una mezcla de tomate frito y kétchup. Lo pasamos bien, y allí fue donde empezamos a hablar de la gente que había conocido. Luego frecuenté su apartamento cerca de la universidad de Columbia, donde enseñaba como emérito y donde tenía su fundación. El apartamento estaba sobre el Hudson, y como fue un invierno y una primavera de mucho frío, los témpanos de hielo bajaban lentamente río abajo mientras nosotros hablábamos de Japón y de su literatura. Su hijo adoptivo de vez en cuando nos hacía alguna foto.
Pero yo no había ido a Tokio a hablar con Keene. O no solo a eso. Iba a donar materiales de mi bisabuelo a la Universidad de Lenguas Extranjeras de Tokio, la TUFS. Mi bisabuelo había enseñado en la Escuela de
Estudios Lenguas Extranjeras de Tokio, que luego se convirtió en universidad. Yo les había visitado hacía años y les había hablado de mi bisabuelo. Tres años más tarde, me escribieron interesados en hacer una exposición sobre él a cambio de que yo donara algunos materiales. Yo no sabía qué donar. Hablé con David Almazán, un profesor de Zaragoza que también había participado en la edición de algún libro de Gonzalo Jiménez de la Espada, mi bisabuelo, y escrito sobre él. “Dale alguna invitación al palacio imperial”, me dijo. “¿Y el texto de un discurso suyo a los estudiantes”? “Quizá”, me respondió. Seleccioné los materiales siguiendo su consejo y los japoneses fijaron una fecha para una ceremonia en la que yo donaría los materiales. Y entonces me pidieron que diera yo un discurso. A ser posible en japonés. Yo dije que sí, pero enseguida me di cuenta de que me había metido en un lío. Mi japonés da para crear un discurso muy básico, quizá entrañable en algunos momentos, pero poco más. Entonces pensé en Hidehito Higashitani, el rector de la universidad japonesa en la que yo había enseñado durante cinco años, la Universidad de Estudios Extranjeros de Kobe. Hide es un hombre sabio en cosas de España. Y del Japón. Acababa de traducir El Criticón al japonés, y yo sabía del peso y la magnitud de su hazaña por las preguntas que me había estado mandando durante bastantes meses. Hide me dijo “No te preocupes, yo te ayudo”. Escríbelo en japonés o en español, o en una mezcla, y yo te lo rehago. Así fue.
Pero cuando lo escribí me fui metiendo en otro lío. Tengo cierta tendencia a la sentimentalidad ( un vicio manipulador como cualquier otro) y no se me ocurrió otra cosa que decir en el discurso que había llevado a Japón parte de las cenizas de mi abuela y que las había esparcido por el lago Hakone, uno de los lagos más famosos de Japón que está al pie del monte Fuji.
No sé por qué lo hice. Quizá porque soy algo impulsivo, como Botchan, el protagonista de la novela con el mismo nombre que un día se tiró por una ventana de un primer piso siendo niño sin saber por qué. Pero lo hice. Lo escribí
Quizá pensé que ir a Tokio a donar unos materiales de mi bisabuelo era una buena ocasión para
llevar las cenizas de mi abuela de una vez por todas.
en el discurso que Hidehito corrigió y cuya lectura ensayé con él por Skype.
Mi abuela murió en Madrid con casi cien años. Tenía noventa y nueve y quería llegar a cien. Cuando me lo decía, yo le respondía que en Japón se solían contar los meses de embarazo de los niños como un año más y que no debía preocuparse, que ya había llegado a cien. Murió un día temprano, recién amanecido. Su cuarto daba al Este. Pidió que le abrieran la venta y que se fuera todo el mundo. Se murió pocos minutos después, sola. Siempre he pensado que su espíritu salió por la ventana y se unió al sol de la mañana. Días después la cremaron y sus cenizas quedaron en una urna de cerámica japonesa que tenía en su vitrina. En la familia, se habló de qué hacer con ellas. Yo pedí una porción para llevarlas a Japón. Pero nunca lo hice. Al final, el grueso de las cenizas fue a Pontevedra, a reposar junto a los huesos del que había sido su marido, en aquella urna de porcelana.
Quizá pensé que el hecho de ir a Tokio a donar unos materiales de mi bisabuelo era una buena ocasión para llevar las cenizas de mi abuela de una vez por todas. Pero, ¿por qué elegí Hakone para el discurso si no pensaba ir allí? Yo iba a ir a Tokio, y Tokio es la cumbre de la vida urbana mundial. ¿Podía esparcir las cenizas por una calle de Tokio? ¿En Asakusa, donde sabía que habían vivido? ¿En otro barrio?
Aunque ni siquiera iba a Tokio por eso en realidad. Yo iba a Tokio en busca de un personaje.
Hacía muchos años, cuando viví en Kobe, conocí a una japonesa muy peculiar. Era pequeña, leve como una libélula, delicada como una orquídea. A veces, cuando la miraba por detrás, notaba que ella notaba que yo la estaba mirando. Era como si tuviera sensores de mirada, como si las miradas de los demás tuvieran un peso indudable, físico, palpable. Tenía el pelo cortado a lo tazón y llevaba siempre unos zapatones de los sesenta o setenta, unas plataformas absolutamente fuera de la moda pero que precisamente la convertían en la reina de la moda.
Tenía un amigo sordomudo que siempre iba en moto a todos sitios. Era fotógrafo, o se dedicaba a la fotografía entre otras cosas, entre otros arbaitos o trabajos temporales. Tako era delgadísimo, de brazos y piernas alargados, y vestía siempre de las formas más estrambóticas posibles. Vivía en cuchitriles cerca de las estaciones. Sus diversiones eran siempre tan insólitas como una performance. Inesperadas, divertidas, absurdas.
También estaba un vecino de origen coreano, un niño casi de unos catorce años que solía estar sentado en las escaleras cuando yo volvía a casa de noche. Le gustaba hablar conmigo y a mí con él. Me contó que se metían con él en el colegio y que deseaba hacerse yakuza, ser parte de la mafia japonesa. Un día me enseñó un cuchillo que había conseguido, una especie de puñal plegable con una hoja impresionante. Los coreanos sufren en Japón. Hasta hace poco, no tenían casi ni nombre. Escribí una novela sobre estos personajes. Estaba narrada por un profesor de lenguas que vivía en Japón, en Osaka. Era un nanban, un salvaje del Sur, un extraño. Banteki. Eso fue hace algunos años. La edición fue muy pequeña y se agotó. Fue un hecho casi sorprendente. El editor me sugirió que quizá podía publicar una segunda parte. Y me puse a escribirla. Pero de repente sentí necesidad
Mi bisabuelo se fue en 1906 a Tokio a aprender japonés. Se fue recién casado y estuvo allí diez años enseñando español, hasta 1916.
de volver a encontrarme con los personajes, aunque fuera por un momento. Ver sus caras, sus cuerpos, sus pelos y sus arrugas. Y entonces pasó todo hasta que llegué a la casa de Donald Keene, la universidad, la donación y las cenizas. Y ahí estaba yo, en un callejón de Kichijoji, con un bote de cenizas y yendo a hablar cada tarde con un norteamericano de 94 años que se había hecho japonés y había adoptado un hijo de cincuenta a los ochenta. Y había dicho a todo el mundo, rectores y embajadores incluidos, en un discurso que había arrojado las cenizas de mi abuela en un lago al que no pensaba ir. Cuando oía los cuervos graznar al anochecer me acordaba de aquel bote y de mi promesa. Y entonces decidí tomar el shinkansen, el tren bala.
Fue una decisión brusca, aunque quizá influida por lo que estaba leyendo en ese momento. La espiral de la noche de Tokio me arrastraba a un pequeño y oscuro restaurante, a través de una calle llena de bares de alterne, en el que me servían cerveza fría, sake caliente y deliciosos platos cocinados en ollas abolladas y planchas negras y algo grasientas. Lo que leía en mi habitación de vez en cuando era un libro de Jippensha Ikku, un escritor de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. El libro se llamaba “Tookaidoochou Hizakurige” que se puede traducir
por algo así como “Los andarines del camino del Tokaido”. Literalmente sería “Rodillas del color de la castaña por el camino del Tokaido”. Tener las rodillas marrones era el signo de los andarines. Los dos protagonistas, Yajirobe y Kitahachi, viajan en el libro por las 53 posadas del Tokaido y en ellas les pasan todo tipo de aventuras. El Tokaido era el camino que se extendía entre Edo (Tokio) y Kioto, la nueva capital y la antigua. El Tokaido formaba parte de los siete caminos o sichidou que unían las principales ciudades del país. En principio, se usaron para funcionarios y militares. Luego para peregrinajes a lugares sagrados. En el XVIII, había toda una industria de turismo creada alrededor del camino y de las 53 posadas. En 1853, Hiroshige llevó a cabo 53 grabados en madera celebrando cada una de las estaciones o posadas. Los grabados se vendieron como un libro de viajes ilustrado. Se pueden ver aquí, delicados, coloristas,( https://goo.gl/TcEm9z). En ellos se ve a los viajeros cruzando ríos y lagos, pasando sobre puentes, junto a campos de arroz y poblaciones. Por su abstracción, son una guía de viaje a un lugar inexistente hoy y quizá entonces. Tuvieron mucho éxito. Yajirobe y Kitahachi, dos hombres de Edo, viajaban por el Tokaido a menudo burlándose de los lugareños, a los que veían como
Recordé entonces
el dicho budista que
dice que todo lo que eres es todo lo que has pensado.
campesinos, pero al final eran ellos los burlados. Como cuando confundieron un kimono colgado y mecido por el viento con un fantasma, o cuando discutieron entre ellos si comerse unas piedras calientes que les sirvieron en un restaurante del camino y que en realidad servían para mantener la comida caliente. Yajirobe y Kitahachi son una especie de Don Quijote y Sancho sin caballería, dos perseguidores de mujeres y sake y siempre en busca de una diversión a costa de los pueblerinos que se convierte en lo contrario, una diversión del lector a costa de ellos dos. Así fue como hice el camino del Tokaido, pero en vez de recorrerlo andando lo hice en tren bala, con un bote de ceniza, buscando un lugar en el que depositarlas. Mientras me acercaba a la estación, recordé un cuento de Saikaku en el que el protagonista viajaba con las cenizas de su mujer con la intención de llevarlas a un templo, pero en el camino se sentía atraído por un joven y cambiaba su primer objetivo por obtener los favores sexuales de su beau. El tren salió en punto. Lo que siguió es lo que ofrecen los trenes japoneses: soledad, rapidez, comodidad, puntualidad, una cerveza Kirin fría de medio litro, un obento (una caja de comida japonesa) deliciosa, y una ventana sobre el nuevo Tokaido, sobre esos paisajes llenos de agua y de niebla. Sobre el tren, volaba el dragón del tifón, con su cuerpo sinuoso lleno de escamas, sus alas nervadas, sus bigotes largos. Era un día iluminado, gris, ventoso y lluvioso, pero iluminado. No se oía “¡katsu!”, pero sí el ruido de la lluvia. El tren se detuvo repentinamente y permaneció así unos minutos. Por la megafonía, nos dijeron que se debía al tifón. Yo iba haciendo fotos del camino, desde la ventana, en una peregrinación personal. Iba camino de Kansai, de Kioto, Kobe y Nara, mi triángulo, con la monstruosa Osaka observándonos desde su cuesta. Buscaba a Tako y a Banteki. Iba con un bote lleno de ceniza. En los ojos, todavía brillaban las luces de la zona de placer de Kichijoji. Y recordé entonces el dicho budista que dice que todo lo que eres es todo lo que has pensado. Y Tako y Banteki me saludaron desde algún lugar de mi interior.