Cosmopolitan biographies
EL BARON UNGERN VON STERNBERG: EL DIOS DE LA GUERRA | Hugo Magenis
Hay biografías cosmopolitas que maridan naciones y culturas con los hilos del espíritu, de la imaginación o de la razón; otras, como la vida desaforada que nos convoca en estas páginas, aspiran a derribar fronteras y crear imperios con el fuego y la sangre. En esta última senda, el entorno apocalíptico de la revolución rusa desató sobre Eurasia guerras, matanzas, persecuciones y también aventuras personales que nos fascinan y espantan al tiempo. La del barón Román Fiodórovich Ungern von Sternberg (1886-1921) es quizá la más conocida debido a la novela de Ferdynand Ossendowski Hombres, bestias y dioses (1922) y al cómic de Hugo Pratt Corto Maltés en Siberia 1969). Si la novela del polaco tiene su importancia como fuente histórica, por muy discutible que sea, el tebeo del italiano es sólo eso... una brillante historieta gráfica.
EL JINETE
Noble alemán del báltico por estirpe y súbdito del Imperio ruso, el barón Ungern estaba hecho de la pasta de los guerreros, no de los soldados. Hay mucho en su biografía que nos recuerda a otros célebres hombres de armas que eran incapaces de ejercer como militares de cuartel y ordenanza: Ulysses Grant o Ramón Cabrera, por ejemplo. O quizá su alma gemela sea otro personaje de leyenda: un Coronel Kurtz del Corazón de las tinieblas trasplantado desde el Congo a las estepas euroasiáticas. Expulsado del colegio (fue el último de 168 estudiantes, con 42 notas negativas de disciplina) y del cuerpo de cadetes de la Armada, sus comienzos no resultaron muy prometedores; soldado de a pie en la guerra ruso-japonesa de 1904, acaba de graduarse de teniente en 1908, con unas calificaciones que son cualquier cosa menos espectaculares. Bebedor, desaseado, soberbio, pendenciero, los partes disciplinarios se acumulan en su hoja de servicios y su primer destino es el menos interesante para un oficial de la élite báltica: teniente de una sótnia de cosacos en las remotas fronteras de Transbaikalia, en la linde con Mongolia. Allí, Ungern se aburrirá, pero dejará de beber y de pelearse con sus compañeros —aunque siempre prefirió la compañía de sus cosacos a la de los otros oficiales— y la persecución de bandidos reales o supuestos llenará sus inmensos ocios. La vida de guarnición le mata.
Pero en esas soledades, cabalgando por las praderas y colinas desiertas del oriente, sin más compañía que la de su caballo y las águilas, Ungern se va transformando y se convierte en lo que los rusos llaman un vostóchniki, un asianista. Aprende los rudimentos de la lengua mongola y traba íntimo conocimiento con los buriatos, los tunguses y otras tribus que le fascinan por sus virtudes espartanas, su sentido del honor y su devoción por la vida guerrera, alimentada por el mito del gran Gengis Khan. Se inicia en estudios lingüísticos, religiosos y antropológicos sobre la región y se convierte en un experto en ella, como señalarán con asombro incluso sus enemigos; porque, aunque algunos de los estudiosos se resisten a admitirlo, Ungern, el solitario de la estepa, era un hombre culto. El testimonio de los escritores que lo conocieron, el conde de Keyserling y Ossendowski, se ve además refrendado por una nota en su hoja de servicios escrita por su superior en 1912: “poderosa inteligencia. No sólo lee literatura castrense, sino general, en lo que le sirve de ayuda su conocimiento de varios idiomas”. La siguiente de las apostillas de su coronel sorprende a los acostumbrados a la imagen implacable de su leyenda: “moralmente sin reproche. Querido por sus camaradas, posee un carácter amable y un buen corazón”. Otra observación muy esclarecedora tratándose de una sótnia de cosacos: “monta bien” [1]. Lo que en ese entorno significa que era un excelente jinete.
Sin embargo, en 1913, Ungern pide la baja en el ejército y corre el albur de un arriesgado viaje en solitario por el norte de Mongolia. ¿Qué iba a hacer el barón en el mundo civil? Aburrirse aún más, seguir leyendo a Dostoievski y posiblemente a Nietzsche, además de sumirse en el mundo de las religiones orientales, en especial del chamanismo y del lamaísmo mahayana, que no eran por completo ajenas a su entorno familiar, ya que su tío materno y padrino, Max von Wimpfen, escribió una historia del budismo. Tampoco sabemos si viajó a las posesiones familiares de la isla de Dagö o a la finca de su
padre adoptivo en Jerwakant, quemada por los campesinos estonios en la revolución de 1905.
Al igual que sucedió con Adolf Hitler, la guerra del 14 supuso para el barón un enorme alivio vital, además de una excelente oportunidad para ejercer las dos actividades que más le gustaban: combatir y montar a caballo. Se une al 34 regimiento de cosacos del Don para pasar muy pronto a su vieja Hueste de Transbaikalia. A finales de 1916, había sido herido cinco veces en combate y recibido la cruz de San Jorge, aunque sus ascensos resultaron muy mediocres para pertenecer a un regimiento que, debido a su alto número de bajas, fue reformado dos veces antes de 1917: apenas pasó de sótnik (capitán) a yesaúl (teniente coronel). Su temeridad frente al enemigo quizá sea la causa de esa carrera tan lenta, como escribe su mejor biógrafo, Yusefóvich, antiguo oficial soviético destinado en Transbaikalia [2]. El barón Wrangel nos deja esta descripción en sus excelentes Memorias: “los seres como él son insoportables en la vida diaria, pero en la guerra son sencillamente peligrosos [...] No era un oficial en el sentido habitual de la palabra, no sabía nada de la ordenanza y despreciaba la disciplina, además de ignorar los rudimentos básicos de la decencia y el decoro. No parecía un oficial, sino un héroe salido de las novelas de Mayne Reid. Sucio y desaliñado, dormía en el suelo como sus cosacos y se mezclaba con ellos. Cuando se encontraba en un medio civilizado, destacaba por su falta de todo refinamiento externo. Traté en vano de hacerle consciente de la necesidad de adoptar al menos la apariencia externa de un oficial. Era un hombre de extraños contrastes. Tenía una mente original y penetrante, pero al mismo tiempo una asombrosa falta de refinamiento, una apariencia extraordinariamente desastrada, la timidez de un salvaje, una soberbia vana y un temperamento desbocado “[ 3]. Pese a todo, sus superiores tenían una buena idea del báltico en el campo de batalla, el mismo barón Wrangel escribió: “es un extraordinario oficial de inolvidable coraje [...] ha ejecutado portentosos actos de valor” [4]. La baraka de Ungern empezaba a ser leyenda, pero un temerario al mando de un regimiento dos veces rehecho no es una buena elección. Los combates animaron al aristócrata báltico a volver a beber y a buscar trifulca; a finales de 1916, se agarra una buena curda y le abre la cabeza con un latigazo de nagaika a un oficial de Estado Mayor que se resistía a buscarle alojamiento en la ocupada Czernowitz. Llega la Revolución de Febrero y Ungern la pasa empapelado por la justicia militar; pero Wrangel lo arregla todo y marcha con su amigo, el atamán Semyónov, al frente de Persia.
Semyónov es otro de esos personajes con mala prensa póstuma y, sin embargo, mucho más interesante que todos sus adversarios. Nacido de padre cosaco, tiene un cuarto de sangre buriata. La carrera militar de Semyónov es fulgurante: valeroso, hábil y de gran simpatía, el joven oficial consigue la adhesión de sus cosacos, tanto por sus hazañas en el frente como por su sencillez y trato cordial con el soldado. Aunque cinco años menor que Ungern, ya es atamán de los cosacos
de Transbaikalia y comparte un interés común con éste: la religión y los mitos mongoles, tema en el que su erudición y su habilidad como lingüista asombraban a los intelectuales [5]. Semyónov traza un retrato del barón báltico como un conversador excelente y admira su “capacidad de sumergirse con pasión en debates filosóficos sobre cuestiones de religión, literatura y ciencia militar”[ 6]. Esperemos que, recién transcurrido el centenario de la revolución, se reediten las obras de los generales blancos, porque tanto Semyónov, como Krasnóv, Deníkin y Wrangel dejaron una obra escrita muy interesante, mucho más legible que la de sus toscos y dogmáticos vencedores, con la excepción de Trotski. Se ve que la derrota y el exilio estimulan el genio literario.
Dos oficiales atípicos, monárquicos y profundamente reaccionarios por temperamento, se encuentran en Persia, primero, y en el Extremo Oriente ruso, después, en medio de la mayor tormenta histórica de los tiempos modernos: la Revolución de Octubre, esa involución que ellos estaban dispuestos a revertir. Semyónov se hace con el poder en Chitá, capital de la Transbaikalia, donde recibe ayuda de los japoneses e instala la llamada semenyóvschina, uno de esos regímenes de poder personal arbitrario y estabilidad mínima que van a ser la perdición de los rusos blancos frente a los bolcheviques [7]. Ungern dominará motines con su sola presencia e impondrá el poder de Semyónov en Transbaikalia. Enfrentado con el almirante Kolchak, con el que no comparte su liberalismo, Semyónov será uno de los causantes de la caída de su regencia. Personalmente popular, amigo del lujo y de las mujeres, el grueso atamán contrasta con el cada vez más severo Ungern: alto y delgado, enemigo de las féminas, asceta, ahora abstemio militante, indiferente a la comida, la bebida, el lecho y el reposo. El barón se ocupa de limpiar de bolcheviques su sector de Transbaikalia con centro en Dauria. Verdadera contra imagen de Dzerzhinsky, crea una cheka blanca que barre de soviets la comarca y origina un mito, el del barón loco, sediento de sangre y obsesionado por la disciplina, que hará fortuna. Ungern no estaba loco. Al revés, habia sabido leer su época mejor que sus compañeros, y comprendió, como Lenin, que en una guerra de exterminio hay que ser más implacable que el enemigo. “Nosotros no combatimos sólo a un partido político, sino a una secta de asesinos que amenazan con destruir toda nuestra civilización... ¿no tendré el derecho de librar al mundo de quienes quieren matar el alma del pueblo? Yo no conozco otro castigo para los asesinos que la muerte [8]. Hoy es fácil condenarlo, pero frente a unos rojos que habían matado a dos millones de enemigos de clase, permitirse la misericordia era la verdadera locura. Se ha hablado de la cultura de la crueldad del barón, pero en eso no resultaba muy distinto de Trotski o de Lenin, grandes defensores del Terror Rojo. La mala fama del barón viene de haberlo aplicado contra los bolcheviques, pero su concepción no difería de la de ellos. La derrota de los blancos en 1920 marcaba el principio del fin para Semyónov y Ungern. El primero, sostenido por los japoneses, decide retirarse a Manchuria. Ungern, sin embargo, opta por invadir Mongolia. Su División Asiática, compuesta de cosacos, jinetes buryatos y voluntarios mongoles, más unos sesenta mercenarios japoneses, cruza la frontera en 1920 e inicia la última, más extraña y fascinante fase de la guerra civil rusa.
JAMSARANG
Mongolia era un país en una situación extremadamente inestable. De cultura budista y muy parecido al Tíbet del Dalai Lama, se hallaba regido por el Bogd Khan, considerado como un Buda viviente, y dirigido espiritualmente por decenas de hutuktus o reencarnaciones de lamas y maestros espirituales. Aunque los descendientes de Gengis Khan conquistaron y dominaron China durante un siglo, en 1368 fueron repelidos a
sus territorios de origen y arrinconados en una vida nómada sin más historia que las peleas entre clanes. Para evitar que el espíritu de Gengis Khan volviera a despertarse entre los mongoles, los emperadores Ming mandaron misioneros tibetanos cuyo éxito fue muy grande, aunque no tanto como en el inerme y sumiso Tíbet. Manipulando hábilmente al Bogd Khan, los emperadores manchúes de la dinastía Qing (1644-1912) consiguieron el dominio incontestado de la zona hasta que se afirmó la presencia rusa en el Extremo Oriente en el siglo XIX, lo que coincidió a su vez con la agonía del Celeste Imperio después de las guerras del opio. La creciente intervención rusa en la región acaba por dividir Mongolia en dos zonas. La primera, Mongolia Interior, dominada por China y sometida a un proceso continuo de sinización (llegada masiva de inmigrantes han y aculturación radical), que ha convertido hoy a los mongoles en una minúscula minoría dentro de su propio país. La segunda, Mongolia Exterior, lo que hoy llamamos República de Mongolia, quedó bajo influencia rusa y, desde 1912, Pekín reconoció su autonomía bajo la dirección del Bogd Khan. Sin embargo, tras los descalabros de la I Guerra Mundial y la Revolución, los chinos vieron una estupenda ocasión en la debilidad rusa para volver a entrar en el país, apresar al Bogd Khan y tratar de anexionar Mongolia a la República de China. Con los comerciantes y los soldados, habituales signos de la presencia de Pekín en el país, llegaron miles de emigrantes, ominoso augurio de una futura asimilación demográfica.
Cuando Ungern penetra en Mongolia, no sólo busca escapar del avance soviético, ya imparable, escudándose tras una frontera que no se sabía si era la de China o la de un pseudoestado inverosímil. De haber cruzado la raya en persecución de Ungern, los bolcheviques se habrían buscado un peligroso e innecesario conflicto internacional. En ese aspecto, el barón fue astuto. También sabía que los mongoles odiaban visceralmente a los chinos y que, en apenas dos años de dominio, éstos los habían empobrecido y maltratado de tal forma que ya se alzaban partidas guerrilleras. Para rematar la ofensa, los generales ocupantes secuestraron y tenían bajo arresto al Bogd Khan. Por lo tanto, Ungern entra en el país como un libertador y como tal le acogen los nómadas. Un curioso refuerzo llegará durante este tiempo: un contingente de experimentados combatientes tibetanos, regalo del Dalai Lama.
La División Asiática era un cuerpo de caballería de unos dos mil quinientos hombres que apenas contaba con cañones y ametralladoras. Frente a ellos, fuertemente atrincherados en Urga (la actual Ulán Bator), esperan unos seis mil soldados chinos, parte de los quince mil que ocupan el país. Tras dos asaltos fallidos y durante un devastador invierno entre las yurtas, los hombres de Ungern se lanzan a un último y definitivo intento. No quedan casi municiones, ni alimentos, ni abrigo. Como en tantas ocasiones, Ungern se pone al frente de sus tropas, se exhibe en primera línea y los aterrorizados chinos disparan sobre él sin alcanzarlo. Aunque cueste creerlo, se atrevió a infiltrarse a solas en Urga y hasta le dio de latigazos a un soldado chino que se había dormido en la guardia. Los mongoles afirman que es una encarnación del dios de la guerra; los chinos que se trata de un demonio.
Ungern aprovecha su fama para llevar a cabo una guerra psicológica que corroe poco a poco la escasa moral de los defensores. Pero el golpe definitivo lo darán sus tibetanos, que en una operación de comando, ejecutada con espadas y flechas, como en el medievo, liberan al Bogd Khan y lo trasladan al campamento del barón. Uno de los generales chinos deserta y el resto de la guarnición, presa del pánico, se desmorona ante el ataque absolutamente suicida de las tropas de la División Asiática, que rompen las posiciones enemigas con una poderosa carga de caballería. El 5 de febrero de 1921, Urga está en llamas; el barón ha dado a sus hombres tres días para el saqueo, exceptuando los templos. Los mongoles masacran a los militares y civiles chinos y los cosacos se entregan a un pogromo de la población judía, pueblo al que el barón --típico antisemita--considera el germen del bolchevismo. Ossendowski, que llega a Urga tiempo después de la toma de la ciudad, viajará durante millas viendo los cadáveres de los soldados chinos cazados a golpes de shaska por los hombres de Ungern en los combates que siguieron a la conquista de la capital.
Lo primero que hace el barón es restaurar la teocracia del Bogd Khan y proclamar una independencia que Mongolia nunca volverá a perder. En ese sentido, para muchos mongoles, es el padre fundador de la patria y la encarnación del viejo mito anti-chino del Tsagan Khan, el príncipe blanco que vendrá del norte y expulsará a los invasores. James Palmer atestigua en su libro que al barón todavía hoy se le rinde culto como a un dios por parte de algunos clanes familiares [9]. En 1921, cuando aparecía por las calles de Urga, el pueblo lo aclamaba al grito de ¡Dios de la
guerra! El propio Bogd Khan lo consideraba una encarnación de Jamsarang, dios de la guerra y de los caballos, cosa nada infrecuente en el mundo budista, donde las deidades se manifiestan en determinados mortales. El observador americano A. M. Guptill informa a los agentes consulares de su país que se ha restaurado el imperio de Mongolia y que Ungern abre una excelente oportunidad para los negocios [10]. En su breve gobierno, Ungern limpia por vez primera en tres siglos las calles de la sucísima Urga, trae la electricidad, restaura el transporte público e impone el orden con castigos ejemplares y duros, que no perdonan ni a su soldados ni a sus oficiales. Ossendowski, antiguo enlace de inteligencia de Kolchak que estuvo muy cerca de él en aquellos días, escribió lo siguiente sobre el barón: “estaba en todos sitios, lo veía todo, y sin embargo nunca estorbaba la labor de sus subordinados, cada uno trabajaba en su cometido” [11].
Como buen guerrero, sentía verdadero aborrecimiento por la burocracia, justo todo lo contrario que sus enemigos bolcheviques y chinos, y mandaba quemar los papeles cuando ocupaban demasiado espacio.
Ungern, de quien la leyenda ha hecho un monstruo sanguinario, fue visto siempre por quienes nos han dejado un testimonio más ecuánime como un hombre amable, culto, enérgico y muy valiente. Sin embargo, incluso Ossendowski reconoce que aquel guerrero “que había estudiado a todos los filósofos occidentales” [12] tenía un aspecto terrible, que paralizaba e imponía a amigos y enemigos. En un medio político como la Rusia de 1917 a 1921, o se era terrible, o se condenaba uno a sí y a sus seguidores a una suerte espantosa. El emblemático asesinato de la familia imperial en Ekaterimburgo tiene la fuerza de un símbolo fácilmente comprensible de la orgía exterminadora del momento. Menos célebres, los miles de mujeres y niños muertos en la huida del gobierno de Kolchak o las víctimas de la descosaquización leninista explican de sobra la brutalidad del barón con respecto a las hordas rojas. Quienes son despiadados con sus adversarios y buscan su aniquilación no pueden quejarse si se les inflige el mismo trato.
El poder de Ungern, sin embargo, reposaba sobre bases muy débiles: ¿qué era la División Asiática frente al Ejército Rojo o a los millones de hombres que China podía movilizar? Al tiempo que el Bogd Khan halaga al barón, lo nombra príncipe (Khan) y le considera un dios, escribe cartas al gobierno de China afirmando que Ungern lo ha secuestrado y que no tiene nada que ver con las hordas de nómadas que controlan Urga. Por otro lado, la colonia de refugiados rusos es partidaria de Kolchak y el barón nunca simpatizó con el almirante, al que despreciaba por blando. La infiltración de agentes comunistas entre la población china y rusa desencadena un caza de brujas en la que el coronel Sipáilov ejercerá de inquisidor. En su propio ejército también se producen problemas: el rigor de su disciplina y la brutalidad de sus castigos hacen que muchos oficiales empiecen a estar descontentos. Las tropas rusas quieren marchar a la seguridad de Manchuria, los voluntarios mongoles volver a sus pastos y los buriatos liberar sus tierras del yugo soviético. La situación interior de Urga también se torna difícil: los precios fijos impuestos por el barón y un peculiar sistema colectivista hacen que los mercaderes chinos deserten de la capital.
La experiencia de 1917 marcó de manera definitiva a Ungern: su obsesión por la disciplina y su régimen de castigos provienen de la vieja tradición zarista, inspirada por la Prusia del Rey Sargento y que parece una reacción visceral frente a los comités y consejos de soldados de la Revolución. El que fuera un joven oficial pendenciero es ahora un instructor implacable. También sabe que los ejércitos que se sumen en el ocio acaban relajándose y el motín puede estallar en cualquier momento. El barón desconfía sobre todo de los contingentes rusos, provenientes de un ejército derrotado y extinto, que quieren marchar a Manchuria y
alcanzar la seguridad del exilio. No es ese el plan del dios de la guerra, quien ya no cree en Rusia, destruida por el comunismo y desmoralizada por la represión y el hambre. ¿Hasta qué extremo es Ungern ruso? El barón era un hombre del Antiguo Régimen, fiel a su soberano Nicolás II, pero al que el concepto de nación le resulta extraño, al igual que pasaba con la aristocracia europea tradicional. Sus antepasados Wimpfen, alemanes, lucharon indistintamente por Rusia, Francia o incluso España; Ungern era un barón germano del Báltico, nacido en la austríaca Graz, que hablaba mejor el alemán y el francés que el ruso, cuyo linaje había servido con igual lealtad a los Wasa suecos y a los Romanov rusos, pero nunca a Suecia ni a Rusia. Ahora, su soberano era el Bogd Khan y su sueño hacer de Asia un baluarte contra el comunismo: “un guerrero tiene el deber de suprimir a los revolucionarios, cualquiera que sea la nación a la que éstos pertenezcan, pues no son nada más que espíritus malignos que han adquirido una forma humana” [13]. El primer eslabón de ese imperio teocrático budista es Mongolia, más tarde se unirán el Tíbet y China, pues su sueño era restaurar a la dinastía manchú, que creó, según Ungern, la más cumplida forma de la teocracia: “la encarnación perfecta de la idea de la monarquía es la unión de la divinidad y del poder secular, como el emperador de China, como el Bogd Khan de Khalkha [Mongolia] y los zares rusos de antaño” [14]. Curiosamente, eso mismo pensaban los japoneses y el señor de la guerra manchú Zhang Zuolin, que jugaron la baza del emperador Pu Yi con distinta fortuna. Urga no era el final de sus sueños, sino el principio. Antes de salir de campaña consulta a los chamanes y a los astrólogos. Todos los oráculos coinciden: le quedan ciento treinta días de vida. No importa. De nuevo en marcha, el ejército de Ungern, que no debía de llegar a los cuatro mil hombres mal armados, se pone en ruta hacia el norte y alza una bandera con las iniciales de Miguel II, el gran duque Mijaíl Aleksándrovich, hermano de Nicolás II, asesinado en secreto por los rojos en 1918 y a quien muchos creían con vida. Su objetivo: sublevar la Transbaikalia contra los soviéticos, quienes, a su vez, han formado un gobierno mongol títere en el exilio con el que el Bogd Khan no tarda en establecer contacto. Las incursiones en tierras rusas tienen adversa fortuna, salvo las de su segundo en el mando, Ryabújin, que siembra el caos en la frontera. Perseguido por fuerzas mucho mejor armadas y que le triplican en número, logra salir con bien de la encerrona que le preparan los bolcheviques gracias a su conocimiento del terreno. Ungern viste un traje mongol lleno de amuletos, vive con los nómadas, evita a los rusos y mantiene una cápsula de cianuro a mano. Llega de nuevo a la seguridad relativa del norte de Mongolia con su División Asiática casi intacta, pero el motín no tarda en estallar: justo cuando dice a sus oficiales rusos que el destino de la unidad es el lejanísimo Tíbet, no la anhelada Manchuria. Era tanto el miedo de los conjurados al barón, que cuando éste les hizo frente tardaron una eternidad en dispararle. Como siempre, ninguna bala le acertó. Escapó a caballo y vagó por la estepa hasta que fue apresado a traición por un destacamento mongol. Estos, a su vez, lo entregaron a los bolcheviques, muertos de pavor ante la posible venganza del dios de la guerra.
En manos soviéticas, las autoridades bolcheviques aprovecharán la ocasión para crear un juicio-espectáculo al que el barón asiste con marcada frialdad. No se esfuerza en defenderse ni en justificarse. Lo único que niega es ser un agente de Japón. Será ejecutado el 15 de septiembre de 1921, en Novonikoláyevsk, por orden directa de Lenin. Habían pasado unos ciento treinta días desde que consultara a los adivinos.
Hoy, Ungern es uno de los personajes históricos que más curiosidad produce en rusos y mongoles. Mientras que la momia de Lenin se apolilla bajo la mirada de los turistas indiferentes, que se preguntan qué tendría de especial ese burócrata cabezón, cada vez más devotos se acercan al Museo Central de las Fuerzas Armadas de Moscú para admirar la túnica mongola de seda que llevaba el barón cuando lo apresaron. Tanta es la admiración que suscita, que ha tenido que ser primorosamente restaurada. En Mongolia, mientras tanto, todavía hay gente que eleva sus oraciones a la última encarnación de Jamsarang. Tras sufrir un genocidio en los años treinta de características semejantes a la Revolución Cultural china, que aniquiló en el sentido literal del término su patrimonio histórico, los mongoles aborrecen la era comunista y vuelven sus ojos al espíritu de Gengis Khan.