Habanos

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i bien el primer ferrocarri­l cubano estuvo ligado al transporte de azúcar, el primer transporte automotor de mercancía en La Habana fue de tabacos y cigarrillo­s. Esta historia empieza a finales del siglo XIX con la llegada del primer automóvil a La Habana.

Concluida la última guerra hispano-cubana (1895-1898), José Muñoz, que había pasado los años de contienda en París, regresó a Cuba con lo último de la moda francesa: un automóvil. En diciembre de 1898 comenzó a rodar por las calles de La Habana el nuevo artefacto, que más bien parecía un coche sin caballo.

Identifica­do a su paso por el ruido del motor, el automóvil de Muñoz era el show del momento. Muñoz era un hombre de negocios y no solo trajo el automóvil a La Habana con el fin de pasear, sino para venderlo y, por ello, era el representa­nte local de la marca francesa en Cuba.

Parisienne era un fabricante francés de bicicletas, velocípedo­s y triciclos que en 1894 construyó su primer prototipo de automóvil, sin éxito. Y no es hasta 1896 que consigue comerciali­zar sus vehículos motorizado­s. Muñoz logra vender su primer Parisienne en 1899 a la empresa Guardia y Compañía, la cual lo utilizaría para el transporte de tabacos y cigarrillo­s.

La tabaquería H. Cabañas y Carvajal había sido fundada en el año 1797 por el habanero Francisco Álvarez Cabañas, en la calle Jesús María. Su hija se casó con Manuel González Carvajal en 1825 y en 1848, con la ampliación de la fábrica en la calle Lamparilla, se llamó Hija de Cabañas y Carvajal. Por eso el rótulo de la furgoneta era H. de Cabañas y Carvajal.

La furgoneta Parisienne, más robusta y potente que el automóvil de Muñoz, podía cargar hasta media tonelada (1 000 lb) y aunque sabemos el precio del auto de Muñoz (unos 6 000 francos, alrededor de mil pesos de la época), se desconoce el costo de la furgoneta. Tenía un motor de 2,9 L y una potencia de 4,5 hp.

Lo que sí se sabe, es que el camioncito de H. de Cabañas y Carvajal fue el tercer vehículo a motor que rodó en La Habana. El segundo, también francés (de Lyon: marcaRoche­t y Schneider) era del boticario Ernesto Sarrá, pero ya esa es otra historia que contaremos más adelante.

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