“DURANTE GRAN PARTE DE MI VIDA QUISE SER OTRAS PERSONAS”
En quinto grado gané un modesto premio por un cuento titulado Las aventuras de una balanza, en el que la narradora epónima describe a una serie de personas y otros seres que la visitan.Al fnal, ha pasado tanta gente a pesarse que la balanza se rompe y la abandonan en el basurero. Ilustré la historia (entonces ilustraba todas mis historias) y la encuaderné cosiendo las hojas con hilo naranja. El libro estuvo expuesto brevemente en la biblioteca del colegio, con su fcha y su funda correspondientes. Nadie lo pidió prestado, pero eso no importaba. La validación que signifcaban la fcha y la funda era sufciente. El premio incluía un vale de regalo de una librería del barrio. A pesar de mis ansias por tener mis propios libros, estaba indecisa. Durante lo que a mí me parecieron horas, me paseé por la librería examinando los estantes. Al fnal elegí un libro del que nunca había oído hablar, Historias del país de Rootabaga, de Carl Sandburg. Quería que me gustaran aquellas historias, pero no captaba sus anticuadas agudezas. Aun así, conservé ese libro, quizá como un talismán de aquel primer reconocimiento. Como las etiquetas de los pasteles y las botellas que Alicia encuentra bajo tierra, lo fundamental de mi premio fue que me hablaba en imperativo; por primera vez, oía una voz en mi cabeza que me ordenaba:“Haz esto”. Sin embargo, a medida que avanzaba hacia la adolescencia y más allá, mi producción literaria fue reduciéndose en proporción inversa a mis años. Si bien conservaba la obsesión por inventar historias, la falta de fe en mí misma empezó a debilitarla, y pasé la segunda mitad de mi infancia despojándome poco a poco del único consuelo que conocía, y lo que hasta entonces había sido una actividad instintiva se volvió espinosa. Me convencí a mí misma de que no tenía madera de escritora, de modo que lo que a los siete años me encantaba se convirtió, a los diecisiete, en la forma de expresión personal que más me intimidaba. Prefería tocar instrumentos musicales y actuar en obras de teatro, aprender las notas de una composición o memorizar un papel. Seguía trabajando con las palabras, pero canalizaba mi energía hacia ensayos y artículos y quería ser periodista. En la universidad, donde estudié Literatura Inglesa, opté por dedicarme a la docencia.A los veintiún años, la escritora que había en mí era como una mosca que revolotea por la habitación, viva pero insignifcante, sin rumbo, algo que me molestaba cada vez que reparaba en ello y que la mayor parte del tiempo me dejaba en paz. Estaba en una etapa en la que no me convenía demasiado preocuparme por el rechazo de los demás. Mi inseguridad era sistémica y preventiva, y garantizaba que yo ya me hubiera rechazado a mí misma antes de que alguien más tuviera ocasión de hacerlo. Durante gran parte de mi vida quise ser otras personas; creo que ese era el dilema central, la causa de mi estancamiento creativo. Nunca cumplía las expectativas de la gente: ni las de mis padres inmigrantes ni las de mis familiares indios ni las de mis coetáneos estadounidenses; ni, sobre todo, las mías. Mi yo escritora quería corregirme. Si tuviera un poco más de esto, un poco menos de lo otro, dependiendo de las circunstancias: entonces el asterisco que me acompañaba desaparecería. Mi educación, una amalgama de dos hemisferios, era heterodoxa y complicada; yo quería que fuera convencional y comedida. Quería ser anónima y normal, parecerme al resto de la gente, comportarme como los demás. Prever un futuro alternativo pese a provenir de un pasado tan diferente. Por eso me gustaba el teatro: me reconfortaba borrar mi identidad y adoptar otra. ¿Cómo quería ser escritora, articular lo que había dentro de mí, si no aceptaba ser yo misma? Yo no era una persona asertiva por naturaleza. Estaba acostumbrada a buscar en otros orientación, influencia, incluso las pautas más básicas de la vida.Y sin embargo, escribir historias es una de las cosas más asertivas que puede hacer una persona. Escribir fcción es un acto de terquedad, un esfuerzo deliberado de reconcebir, reorganizar, reconstituir nada menos que la realidad. Esa terquedad debe darse incluso en los escritores más reacios e indecisos. Ser escritor signifca dar un salto y pasar de escuchar a decir:“Escúchame”. Era ahí donde fallaba. Prefería escuchar antes que hablar, ver antes que ser observada. Me daba miedo escucharme a mí misma y examinar mi vida. Mi familia daba por hecho que haría un doctorado. Sin embargo, después de licenciarme en la universidad, por primera vez dejé de ser estudiante y la estructura y el sistema que había conocido hasta entonces y de los que, de alguna manera, dependía se derrumbaron. Me fui a vivir a Boston, una ciudad que conocía muy poco, y alquilé una habitación en una casa de gente con la que no tenía ninguna relación y cuyo único interés por mí era el alquiler que pagaba. Encontré trabajo en una librería, donde abría los pedidos y me ocupaba de la caja registradora. Entablé una estrecha amistad con una joven que también trabajaba allí, la hija del poeta Bill Corbett. Empecé a visitar la casa de los Corbett, que estaba llena de libros y obras de arte (un poema enmarcado de Seamus Heaney, dibujos de ➤