La experiencia ‘outlet’ POR BORIS IZAGUIRRE
Mi marido se aburre en Miami. No es fácil. La mañana golpea nuestros rostros, abro los ojos y veo el océano resplandeciente, giro al otro lado de la cama y allí está mi amado esposo con cara de pocos amigos. De sus labios sale la frase con la que defne esta ciudad: Marmall, un juego de palabras con el mar y el mall, que se pronuncia mol y es como los americanos llaman al centro comercial. Sí, tiene razón. Miami es pesada, aburrida. O vas al mar o compras algo que no necesitas. Pero, como en todas las ciudades complicadas, miras hacia otro lado, respiras hondo y sigues adelante. ¿Qué otra cosa podrías hacer? “Ir a un mall de outlets”, me recomienda una amiga que trabaja en terapias de pareja. Sawgrass Mills queda en las cercanías de Fort Lauderdale, a 50 minutos de coche de South Beach. Es el cuarto centro comercial más grande del mundo y a Rubén le divierte que exista una lista de personas que han desaparecido allí. ¿Las han encontrado?, pregunto.Y mi marido no me dice nada, está concentrado arreglando la expedición a través de un servicio shuttle que recorre los hoteles de la playa y que, por 25 dólares, te lleva con música de Justin Bieber a todo meter en unos asientos reclinables mientras vas observando palmeras y bahía, asfalto, puentes e infnitos muros de cemento con gaviotas beige hechas en relieve. En este mall se reúnen grandes almacenes de precios bajos, tiendas de vaqueros, de toallas y almohadas, ferreterías y una exclusiva zona, llamada The Colonnade (los americanos son expertos en encontrar nombres que suenan a rico), donde se concentran las grandes marcas. Hay una cola de jóvenes que da la vuelta a la manzana en el outlet de Gucci. No es de extrañar. La idea primordial de estos establecimientos es que los precios están rebajados y puede resultar un botín delicioso para renovar el armario. Pero no es fácil, hay que lidiar con la gente, el servicio no siempre es amable ni está disponible y,
Qpara mí lo peor, toca asistir al dantesco espectáculo de ver metros y metros cuadrados de ropa mal puesta, tirada, sacada de sus paquetes y arrebujada una encima de otra.Ver este dantesco espectáculo una y otra vez, hora tras hora, kilómetro tras kilómetro, marca de lujo tras marca de lujo, mina los nervios y confrma que la gente es lo peor que tenemos. Al verlos así reunidos, consumistas de países en desarrollo, subdesarrollados o hartos de su propio desarrollo, abanicándose con las manos o con las guías de descuentos que ofrece el propio centro comercial, uno piensa que algo tiene que ir mal en la vida para terminar así, arrojado y desorientado, entre ellos. Poco a poco se va reconociendo, a través de bolsas y etiquetas, que los estilistas viven de sitios como este. Hay veces que en un rodaje se encuentra un burro repleto de ropa, con marcas por doquier, y uno dice: ‘¡Guau, qué presupuesto!’. Pues no. Es todo de Sawgrass Mills, y ahora sé lo que sufren en ese gremio y la paciencia que hay que tener, rebuscando, retorciendo, entendiendo las señales que ponen “Paga 1 y llévate 3”. Pues resulta que el uno a pagar a veces es un cashmere maravilloso que no cuesta 3.000 dólares, sino la mitad y, claro, así me llevo yo hasta un bañador para regalárselo a Cristina Pedroche. Igual que con Miami, no me desaliento y aplaudo cuando mi marido encuentra una chaqueta de cuadros rojos y arena en el outlet de Saks Fifth Avenue. Como es de una frma europea, los grandes almacenes la han puesto a un precio absurdo.Y ridícula es su rebaja. Empieza el típico conflicto matrimonial: eres avaro, no sabes gastar, es una inversión, métetela por el…Y la pobre chaqueta se queda ahí, arrugada en un rincón.Ya en la puerta, marido mal encarado al lado, regreso en busca de la americana, la abrazo y le pido perdón por todos los males del capitalismo.Y hago la cola infnita de rigor para que forme parte de nuestras experiencias compartidas. Esta mañana, mi marido se ha despertado con muy buena cara. “Volvamos a Sawgrass Mills”.