Un ‘cuento romántico’ de Lorenzo Luengo
Una pareja de recién casados y una mujer con el poder de ver las ensoñaciones de su marido. El escritor LORENZO LUENGO, ganador de los premios Juan March de relato corto 2008 y Ateneo de Sevilla 2013, se desliza entre las sábanas de la literatura erótica
He aquí, me dirán, el retrato de una neurótica, una frígida, alguien que nunca comprendió el alma de un poeta. Bueno, no llegaré tan lejos como para afrmar que me rindo ante aquel otro poeta alsaciano de las páginas de sucesos, una bestia que dejó que su mujer se achicharrase de febre en un hotelucho de la vieja Hélade, donde la pobre señora murió (literalmente) de vergüenza. Me casé en 1983, con treinta años recién cumplidos, y a tenor de las pícaras confdencias de mi esposa, relacionadas con los cuatro gorilas que tuvo por novios, cabe decir que somos la clase de pareja que supo apurar los goces de una juventud agitada. Gracias a una patente a benefcio de la física he podido disfrutar de mis dos principales pasiones: los viajes por el mundo y esa récolte des roses de la vie que para Ronsard era la poesía. (Estoy escribiendo esto como si me hubieran metido en un jersey de lana, pero juro que puedo hacerlo mejor). Lamentablemente, los problemas derivados de la hypertrophie fantastique de mi mujer comenzaron muy pronto, ya en nuestro viaje de novios. Alegre y hasta traviesa como era, se había comportado de una manera realmente extraña desde que ocupamos nuestra habitación en un hotel de Viena –un lugar mal ventilado, con los abigarramientos y protuberancias rococó propios de un salón del XIX–, y no dejó de rondar la puerta como si temiera la repentina aparición de algún intruso. Siglos atrás, aquello hubiera supuesto motivo sufciente para la alarma y, probablemente, el divorcio. Pero ya habíamos mantenido nuestra primera cópula de casados, y puedo dar fe de que todo transcurrió con la debida indecencia. Tirado en la cama, fngí, pues, que nada me preocupaba menos que esa respiración agitada de mi mujer frente a la puerta. ¡Adorables manías de la recién casada!, me dije. ¡Infantiles temores de los que nacen los humildes misterios de una vida! Dos horas después, medio dormido y todavía balbuceando estupideces, sentí un suave mecimiento en dirección a mi costado, el corrimiento de aguas que era la torpe vigilia abriéndose paso por las ondulaciones del colchón... y el cuerpo de mi amada volviéndose en dirección a la pared opuesta. De nada sirvió que le sacudiese el hombro tiernamente, buscando una rápida recompensa a mi paciencia. Le bastó con lanzar un gruñido y girar en redondo la articulación para indicar que no tenía la menor intención de complacerme. Pasaron los años, pasaron los viajes, pasaron mis días de la fría cama al inodoro, donde al menos siempre encontraba la comprensión de un pálido brocal anhelante. Y digo “siempre” porque, en cuestiones de contentement érotique, no hubo viaje en que mi mujer no dedicase las horas pensadas para la satisfacción postrada de rodillas frente a la maldita puerta. Solo una vez, con motivo de un desmayo por deshidratación (ocho horas respirando imitación de roble, ahí es nada), confesó lo que le ocurría, y todo porque creyó que el estado de zozobra en que se hallaba provenía de verse en el bateau ivre de monsieur Caronte: en pocas palabras, me dijo, mezclando el alemán con el francés (siendo ella, curiosamente, de procedencia inglesa), que desde nuestra sacrée union tenía la extraña facultad de ver “des petites Geheimnis” (léase fantômes) a través de las mirillas. Afrmó, con lágrimas en los ojos, que en nuestro viaje de novios había visto a unas “alegres putillas” vestidas a la manera de Voltaire (sic) del brazo de un empelucado caballero que era yo. En Toledo, merced a otra mirilla, me vio trapicheando con un judío medieval para adquirir una adorable gitanilla. En Roma yo era un simio repugnante que azotaba rosáceos culitos botella en mano, vestido con una casaca y carcajeándome como “un vrai Casanova”. En resumidas cuentas, no había viaje en que mi esposa no me descubriera al otro lado de la puerta fornicando en todas las posturas y en todas las épocas, con toda suerte de generosas prostitutas… y recuerden que estamos hablando de un pobre insatisfecho que a este lado de la mirilla tenía que contentarse ( handzufriedensich) solo. Decidí, por tanto, que a partir de entonces solo realizaríamos nuestros viajes tras una atenta supervisión de la habitación a ocupar, evitando cualquier orifcio por el que mi esposa pudiera vislumbrar los ajetreados espectros de su monomanía erótica. Esperaba que al tomar esa precaución mi patético monólogo carnal se convirtiera en un diálogo ardientemente reanudado, y por eso busqué como destino inicial un lugar con sol y buen tiempo donde todas las cosas se conjurasen para recordarnos ese mismo ardor.Ya nuestro primer día en la playa parecía anunciar buenas noticias: dos cuerpos fritos sintetizando afrodisíaco solar con las manos entrelazadas, opípara
cena, buen vino… Cuando, de vuelta al hotel y a la espera de mi postre, salía refrescado de la ducha (con el batín astutamente entreabierto), me encontré, sin embargo, no con la dulce estampa de una Venus Anadiomena surgiendo de las sábanas, sino ante una escena ciertamente singular: mi mujer miraba fjamente la neblina del televisor, con los ojos como platos, mientras se ofendía de esta guisa contra la pantalla: “¡Pero si esta zorra del mandil es madame T…! ¡Oh, y mira a esa otra puerca de madame C…! ¡Y pensar que he probado algún petit morceau de esas manos!”. La señora T. era vecina nuestra: casada, callada, sin hijos, pero, a juzgar por el rostro proverbialmente satisfecho de su marido, siempre pensé que debía de ser bastante osada en la cama. La señora C. era en realidad una mademoiselle. En cierta ocasión la ayudé con un grifo que goteaba, y alargué las horas tirado en el suelo porque desde esa posición tenía una inmejorable vista de su ropa interior. Bien, aquí la sabiduría: sentado en el borde de la cama, con las manos apoyadas sobre las rodillas, me detuve a escuchar los delirios de mi esposa, y descubrí algo en verdad aterrador. Mi esposa no veía la pantalla, ni la neblina, ni su propio reflejo en la niebla. Lo que veía era otra cosa: era el rumor erótico de mi cabeza, mis desdichadas fantasías, mis sueños como marido estafado. Lo veía con la misma claridad con que yo la veía a ella. De verdad que ignoro cómo algo semejante puede suceder (ni siquiera planteándome el caso en términos de brujería cuántica), pero les aconsejo que no crean inocentemente en la inmaterialidad del pensamiento. Había algo miserable y mezquino en esa repugnante manera con que mi mujer narraba mis viejos ensueños frente al inodoro, mis privaciones convertidas en fantasías de poeta corrompido, y más aún sabiendo que yo estaba a un metro de ella: ¿pero qué podía decir, cuando su voz describía palabra por palabra los horribles jueguecitos con que mi psique había desnudado, toqueteado y malversado la carne de mis desprevenidas vecinitas? Temblando como una hoja, me deslicé entre las sábanas y pasé esa noche, y después otras muchas noches, soportando febrilmente aquel terrible juicio a mi conciencia. ¡Vergüenza, vergüenza! En fn, ni una sola vez he vuelto a disfrutar de las caricias de mi esposa. Soy un hombre que se encoge ante su propia imaginación, temeroso de su ser translúcido. Solitario prisionero entre risas y sonrisas, solo me anima un odio y un pavor indestructibles hacia este mundo que ofrece misteriosas ventanas al sueño para que un individuo cualquiera asome cruelmente a las miserias, esperanzas y anhelos de otro individuo, un desdichado sin consuelo que solo podrá exclamar (como aquel mendigo que, con una mano extendida, esperaba a la novia y al novio en la puerta de la iglesia): —¡Oh, soñadores! ¡Podréis colorear la vida cuanto queráis, pero una horrible pesadilla seguirá bullendo por debajo de las grietas de la pintura levantada!
Lorenzo Luengo (Madrid, 1974) acaba de publicar la novela El dios de nuestro siglo (Ed. Seix Barral).
Soy un hombre que se encoge ante su propia imaginación, temeroso de su ser translúcido. Solitario prisionero entre risas y sonrisas