CRISTÓBAL TORAL,
un clásico del realismo español de la segunda mitad del siglo XX, nos recibe en exclusiva en su estudio de Toledo para mostrarnos qué esconden sus célebres maletas: toda una vida consagrada al arte.
CUANDO UN PERIODISTA entrevista a un grande, le acechan múltiples peligros: terminar la conversación con la sensación de haber experimentado una epifanía… hasta que compruebas que no grabaste ni una sola palabra (sí, me ha pasado); hacer las típicas preguntas y, consecuentemente, obtener las típicas respuestas (no hay nada más frustrante), o, lo peor de todo, tratar de hacer literatura –la peor, la que suena a hueco a kilómetros– a costa de un personaje que afronta su trayectoria, mucho más sólida que cualquiera de tus frases, desde una absoluta humildad. Es el caso de Cristóbal Toral, un clásico que nos recibe en su taller de El Torcal, una fnca de monte bajo a media hora de Toledo, plagada de encinas, conejos, jabalíes y corzos, que adquirió a principios de los 90, cubierto de pintura y con un vozarrón de tenor que le habría envidiado Luis Mariano. El calificativo de clásico, en su caso, no es gratuito: lleva más de medio siglo pintando y su obra es tan reconocible que, como él mismo señala, cuando alguien ve un cuadro con una maleta, uno de sus motivos recurrentes, exclama: «¡Mira, un Toral!». Ha llegado a dominar el difícil arte de tener un estilo, sin sentirse preso de su propia iconografía, como Roy Lichtenstein; y, como Picasso, ha acabado volviendo a los orígenes, a la sencillez de los primeros trazos. «Hay que pintar toda la vida como un viejo para terminar pintando como un niño», decía el genio de Málaga. Y es verdad. Como él,Toral también reivindica sus orígenes malagueños: «Pon que soy de Antequera, por favor», aunque lo cierto es que nació en Cádiz, en un pueblo llamado Torre Alháquime en 1940, pero a los pocos días su familia se trasladó a Antequera; fue el primer viaje de una vida llena de maletas. Porque todo es autobiográfco en su obra. En un medio tan dado a la mixtifcación (eufemismo) como el del arte contemporáneo, Cristóbal Toral es un hombre –y un artista– auténtico: todo es verdad. Hubo un tiempo, en la década de los años 80, en el que estuvo vinculado a tres de las galerías más importantes del globo: la Staempfli, de Nueva York, fundada por George William Staempfli, una de las mejores del mundo; la Isy Brachot, en París y Bruselas, que tenía en exclusiva la obra de Paul Delvaux, Magritte y otros maestros contemporáneos, y la galería Levy, en Alemania. Fueron unos años frenéticos en los que una exposición se solapaba con otra y su ritmo de trabajo llegó a ser extenuante, hasta que decidió apostar por lo más importante para un creador: la coherencia. «El venderte para ganar más, pero hacer algo que no te satisface, es frustrante. Hubo un momento en que me vi muy presionado: si exponía en Alemania, me llamaban desde Nueva York; cuando lo hacía en Nueva York, me pedían obra nueva desde Par ís… Es el r itmo comercial que, lógicamente, tienen
En Mayo del 68 se establecieron unos barómetros que tuvieron vigencia durante una época y después se empezaron a olvidar, hasta llegar al tremendo individualismo que imperó en los años 80 y 90
las galerías para subsistir, pero llegó un momento en que me dije: ‘Fuera, voy a pintar lo que yo quiera, lo que a mí me guste’. Y la verdad es que me he alegrado de esa decisión. A lo mejor he ganado menos dinero, pero al fnal eso tampoco es lo esencial ni lo que te llevas en la maleta; lo que importa es que estés satisfecho con tu obra. Y yo tengo la enorme suerte de que los coleccionistas lo han sabido apreciar y he podido vivir holgadamente haciendo lo que me gusta», afrma, mientras nos muestra algunos de los catálogos de sus retrospectivas (la última, hace apenas unos meses en Houston, Texas). A su juicio, esa es, precisamente, la espada de Damocles que pende sobre el mercado del arte contemporáneo, que cada día tiene más de mercado –o de zoco– y menos de arte: «Estamos atravesando un momento muy delicado. La obra se valora por lo que cuesta; eso es muy peligroso para el desarrollo del arte, ya que ahora la referencia fundamental para saber si una obra es interesante o no es su precio; es un error que espero que se vaya superando», reflexiona. Y pone un ejemplo tan gráfco que resulta escalofriante: «Hoy,Vermeer sería un fracasado. Si una de las galerías punteras del mundo le preguntase: ‘Oiga, ¿usted cuántos cuadros pinta al año?’; y él respondiese la verdad –solo uno o dos–, la respuesta sería:‘Lo siento, no nos interesa’. Porque lo que interesa en la actualidad es que el pintor pueda frmar 300 cuadros al año; con ese volumen merece la pena invertir en marketing y organizar toda una campaña para lanzarlo, ponerlo por las nubes, sacarlo a subasta y, luego, a por otro. Esa es la estrategia de las grandes galerías, está ocurriendo. Y eso es terrible: tener como única referencia el mercado es lo peor que le puede ocurrir al arte. Ante esto lo que hay es que ser honesto, creer en los valores intrínsecos de la obra y no pensar demasiado en el marketing, porque eso te puede hacer desaparecer como artista». Apostar por la fguración en unos años en los que el prestigio y la crítica se inclinaban del lado contrario ya es toda una declaración de intenciones para un artista como Cristóbal Toral, que se defne como «testigo de su época». No tiene nada en contra de una de las tendencias más en boga en los últimos años, aunque ya tenga un siglo, el arte decorativo, pero él prefere ir por libre. «El arte decorativo empieza con Matisse y ha tenido un desarrollo impresionante a lo largo del siglo XX. Ha habido artistas que, cuando van a exponer, lo que han querido ha sido decorar ese espacio. ¿Eso es bueno o es malo? Desde mi punto de vista, es muy interesante como decoración de altísimo nivel, pero el artista debe estar comprometido con su época y
Vermeer sería un fracasado en nuestra época. Si una galería le preguntase cuántos cuadros pinta al año y él respondiese la verdad –uno o dos–, la respuesta sería: ‘Lo siento, no nos interesa’
decir algo más. El artista tiene la libertad de poder decir lo que quiera, para eso es un intelectual. Ahora vemos que todo está condicionado: el político está condicionado por su partido, el periodista por la línea editorial… En el fondo, hay muy poca libertad. El artista plástico, cuando se pone delante del caballete, tiene absoluta libertad y no puede desaprovecharla», asegura. El mejor ejemplo lo encontramos en algunas de sus obras clásicas, como Emigrante muerto o Los emigrantes, que llevó a la Bienal de São Paulo en los años 70, que reflejaban una realidad incómoda en la sociedad española o, hace dos años, El secuestro del papa Benedicto XVI, una de sus obras más mediáticas. «Me duele la crueldad que hay en el siglo XXI con fenómenos como el yihadismo y el terrorismo. Como intelectual tienes que tener un compromiso con la sociedad para llamar la atención sobre lo ³
que se pueda denunciar, pero como artista también tienes un compromiso con la belleza. Puedes hacer una obra con todas las lecturas y las denuncias que quieras, pero al fnal tienes que resolverla como una obra de arte», afrma. Y lo ilustra con la célebre cita de René Magritte: «Esto no es una pipa». En efecto, es otra cosa: arte. «Por eso, cuando alguien me pregunta qué hay en las maletas que pinto, respondo: fundamentalmente, arte; convierto un objeto, en este caso una maleta, en arte», revela. Llegamos así al leitmotiv que recorre toda su obra, la obsesión por el viaje, y su representación más literal: las maletas, el equipaje que nos acompaña en nuestro periplo vital. «La vida es un viaje. Tú naces en un punto y desapareces en otro, y entre esos dos puntos hay una trayectoria que, simbólicamente, se hace con una maleta. Si además a eso añades que yo mismo he sido un emig rante, ya tienes ahí esta obsesión que me ha ser vido para crear mi personalidad, mi propio mundo», aclara. En efecto, aquel hijo de un carbonero que recorría los campos de encinas con su padre para fabricar carbón, que miraba las estrellas con la esper a n z a d e s e r a s t ro - nauta en un futuro y descubrir el misterio del cosmos, cogió su pr imera maleta con 17 años para ganar algo de dinero segando arroz en las marismas de Sevilla y poder estudiar. Fue su pr imer viaje. Después vinieron muchos otros: a Madrid, para continuar su formación en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando; a Nueva York, a París, a Brasil, a Alemania, a Japón… y aquí, a la dehesa de Toledo, donde nos muestra su última obra: un lienzo en el que ha esbozado al carboncillo un dédalo de maletas que, en unos meses, se transformará en un cuadro de gran formato. En la actualidad, la manera de viajar –y de vivir– ha cambiado. «Hoy, cuando viajo, el único que mira por la ventanilla soy yo, el resto está mirando en su móvil fotos de la naturaleza en lugar de mirarla. ¡Qué desprecio a la realidad! Deberíamos aprovechar las ventajas de la técnica, pero no asumirla como lo único útil. La realidad está ahí y nunca hay que olvidarse de ese misterio que es la vida. Es una cosa extraordinaria. No hay nada más interesante, más atractivo, más absorbente, que el misterio de la vida. El contacto con lo que somos, con la tierra, con lo telúrico y lo cósmico, es lo que te hace fuerte. La conexión con la naturaleza te da más vigor que estar ahí con la nariz pegada al móvil», advierte, en gran parte porque, como él mismo destaca, la naturaleza ha sido su gran maestra y, en gran medida, su musa. «He tenido tres g randes fuentes de inspiración: los grandes artistas del pasado, como Velázquez, el pintor más moder no que existe –ya era la moder nidad en el siglo XVII–, Rembrandt, Goya o Leonardo; los grandes del siglo XX, como Picasso, que para mí es ejemplar, porque es el ejemplo perfecto del artista que se renueva constantemente: iniciaba una época, la concluía y comenzaba otra, totalmente distinta, pero siendo Picasso; y la realidad, la naturaleza, que es una creadora nata: fíjate en la cantidad de millones de árboles que hay en el mundo, pero no encontrarás dos verdes iguales ni dos hojas idénticas», concluye. Así es, la vida siempre impr ime su sello en todo: en las aliagas que florecen en la puerta de la enorme nave que le sirve de estudio; en la luz, que evoluciona y cambia a cada instante, y también en esas maletas que se apilan al fondo, en un almacén independiente, que compra directamente en lotes de equipaje que nunca ha sido reclamado: aparentemente, son casi idénticas –«hoy, todos los equipajes se parecen», se lamenta–, sin embargo, cada una guarda una historia. «Todas esas visiones de lo que es la realidad y el ser humano es lo que diferencia al artista de los convencionalismos».