Sri Lanka, un paraíso en la tierra
La directora de HARPER’S BAZA AR UK descubre los lugares sagrados y glorias naturales de SRI LANK A, destino que seduce a escritores y a viajeros, para explorar sus exóticos paisajes y encantos coloniales.
Dice la leyenda que la isla de Sr i Lanka se encuentra a 40 millas del jardín del Edén. Tan cerca, según un viajero europeo del siglo XIV, que el sonido de las cascadas de la fuente del Paraíso se escucha ahí. Tal es su atractivo que todos aquellos que conozco que han explorado esta isla en forma de lágrima –incluyendo mi esposo, que la visitó en 2003 durante la tregua de la guerra civil que afigió a Sri Lanka por poco más de cuarto de siglo– la describen como un lugar encantador a pesar de su historia de conficto. De ahí el persistente deseo de mi pareja de regresar, acompañado por mí, para descubrir si la magia que recordaba habría sobrevivido al aumento masivo del turismo. Aterrizamos en Colombo a mediados del mes de agosto, y su asfxiante tránsito y cláxones enfurecidos parecían estar más que lejos del Paraíso; pero fuimos afortunados al quedarnos en un oasis pacífico en Maniumpathy, un pequeño y sofisticado hotel escondido en la ciudad, amueblado con antigüedades ceilanesas y aromatizado con fores frescas. Nuestra habitación daba al jardín trasero, donde los pájaros cantaban en los árboles Laburnum; y después de varias horas de sueño reparador en una cama profundamente cómoda, partimos por la mañana para coger un avión acuático hacia la Reserva Castlereagh, en el condado de la Provincia Central. Nada me pudo haber preparado para la dramática belleza de esa aventura, volando entre las nubes blancas, rodeando la montaña conocida como el Pico de Adán, su cima levantándose hacia el cielo azul. Venerado como un sitio sagrado por varias tradiciones religiosas diferentes, se cree que es el lugar en el que Buda dejó su huella y también donde Adán dio su primer paso en la tierra cuando fue expulsado del Edén. Tuvimos un descenso más fácil del cielo, bordeando los vívidos patrones verdes de las hileras de plantaciones de té que cubren las pendientes onduladas, antes de ater r izar en las aguas de Castlereagh. Ahí nos reunimos con nuestro chófer, Indika Wijesuriya, quien se convirtió en el guía durante las próximas dos semanas, y nos llevó a Camellia Hills, un bungaló con vistas a la reserva, y rodeado por el exuberante estado del té de Dunkeld. Los paisajes son espectaculares –neblinas plateadas envuelven las montañas– y hay brisas refrescantes que hacen de los paseos en los campos de té un placer, en vez de una caminata ardua. Seguimos el sendero en serpentina que nos llevó a las cuestas de Camellia Hills, a través de los campos que se establecieron en el siglo XIX por los exploradores ingleses (por dicha razón los nombres de los lugares son familiares a Norwood y Hatton). Las orquídeas crecen salvajemente entre las plantaciones, y las campanillas azul violeta brotan entre las rocas. No había señal de los leopardos solitarios que habitan en los bosques por encima de Camellia Hills, solo una tropa de monos silvestres fue la que huyó al presenciar nuestra llegada. Después de varios kilómetros, llegamos a una villa habitada por trabajadores de los campos de té, en la que una vez más existe una yuxtaposición de un pasado inglés (crisantemos, dalias y rosas en el jardín delantero del bungaló del administrador) y la Sri Lanka contemporánea (un templo hindú pintado con colores brillantes; niños regresando a casa con sus uniformes escolares; una joven pareja con su recién nacido). Y adonde fuera que camináramos, las personas nos saludaban y sonreían con una calidez auténtica. Entre las exploraciones de la zona, nos deleitamos con una serie de deliciosos platos caseros; para el chef de Camellia Hills es extraordinariamente bueno servir curris fragantes locales, usando ingredientes de sus tierras: cocos frescos, hierbas, especias y vegetales cultivados en los jardines adyacentes. También leí Running in the Family, de Michael Ondaatje, sus brillantes ➤
memorias acerca del regreso a su natal Sri Lanka –o Ceilán, como fue conocida durante la era de dominio colonial británico–, aunque ha tenido otros nombres como refejo de su turbulenta histor ia. Como Ondaatje recuerda: «Serendipia, Ratnapura (‘la isla de las gemas’), Taprobane, Zeloan, Zeilan, Seyllan y Ceilán, la esposa de muchos matrimonios, cortejada por invasores que encallaron en la costa y reclamaron todo con el poder de su espada, o biblia o lenguaje». En la siguiente etapa de nuestra odisea, de Camellia Hills a Thotalagala, pasamos por conmovedores recordatorios de la historia de la isla –una pequeña iglesia anglicana, rodeada de tumbas del siglo XIX de cultivadores de té británicos que murieron en Ceilán– y después otros homenajes a muertes más recientes, como una consecuencia de la amarga guerra civil, así como los controles militares que se establecieron durante ese periodo de conficto. Pero actualmente por todos lados, el ambiente es muy pacífco; y el esplendor natural de la isla impone. En ninguna parte esto es tan evidente como en Thotalagala, un bungaló de plantaciones de té del siglo XIX ubicado en el borde de la escarpadura de Haputale y rodeado de 8 hectáreas de jardines verdes. Poco después de nuestra llegada, nos establecimos afuera en el césped con una tetera recién preparada, bajo la sombra de un viejo árbol banyan. Encima de nosotros, un águila negra se deslizó sobre las olas invisibles de las montañas en el horizonte. Un coro de ranas cantaba desde un estanque de lirios, acompañado por las hojas crujientes de eucalipto; y por todos lados brotaban fores de Pascua y calas. Sería tentador no moverse nunca de este pacífco paraíso: en el interior, hay un pequeño cuarto con paneles de madera y sillas de cuero que te atraen por la tarde, y nuestra habitación era un santuario idílico como ningún lugar donde me he hospedado alrededor del mundo, combinando el encanto del periodo con lujosas piezas modernas y discretas. Pero nos aventuramos a salir para continuar los senderos que rodean las plantaciones de té, y cuando me animé a caminar sola, hallé un rebaño de cabras, cuyo amigable pastor me invitó a seguirlo entre las piedras, hasta su pequeña propiedad. Ahí me presentó a tres generaciones de su familia y me mostró las camas de vegetales que tenían. ¡En defnitiva, maravilloso! También visitamos la antigua residencia del escocés sir Thomas Lipton, donde el barón del té pudo tener las vistas más increíbles de su extenso estado. Su hermoso jardín –establecido a fnales del siglo XIX, cuando Lipton llegó por primera vez a Ceilán– todavía se ve espléndido, con campos de color verde esmeralda, bordes herbáceos y arte topiario; todo inmaculado, como si su dueño original estuviera a punto de regresar de su paseo diario matutino hasta el punto más alto del estado, El Asiento de Lipton, para disfrutar del paisaje de su imperio. Un aspecto diferente del pasado colonial del país era igualmente evidente cuando partimos de Thotalagala en un viaje en tren desde Haputale hasta Nanu Oya. La red de vías férreas fue creada por los británicos en 1864, y la línea que tomamos es una de las más pintorescas; alcanza un punto muy alto de más de 1.800 metros. El tren iba repleto de habitantes locales y turistas, pero estaba feliz de quedarme de pie al lado de una puerta, además ahí había un ingeniero que señalaba las magnífcas cascadas, puentes empinados y bosques de azaleas. Desde Nanu Oya, condujimos hasta Nuwara Eliya, una vez conocido como la ‘Pequeña Inglaterra de Ceilán’, y almorzamos en el colonial Hill Club. Retratos de la reina y el príncipe Felipe cuelgan encima de la chimenea, junto a pinturas victorianas de paisajes escoceses y una cabeza triste de venado; todos en memoria de una era pasada (precisamente descrita por Leonard Woolf durante su época en el Servicio Civil de Ceilán de 1904 a 1911. «La sociedad blanca –escribió– siempre fue suburbana… en Colombo y en la ciudad Nuwara Eliya, las relaciones y estructuras