DONDE EMPEZÓ TODO
La escritora Juliet Nicolson navega hacia las ISLAS GALÁPAGOS a bordo del yate de la luna de miel de Grace Kelly, para descubrir las extraordinarias especies indígenas del archipiélago que iluminó a Charles Darwin.
Menciónale las Islas Galápagos a cualquiera que tenga el más mínimo interés en historia, naturaleza o ambas, y sus ojos se iluminarán por la nostalgia. Estas remotas guardianas de los secretos de la evolución se encuentran en el océano Pacífco a 1.000 kilómetros de la costa de Ecuador. En el diminuto aeropuerto en el que aterrizamos, se comprobó que ningún pasajero llevara algún animal, planta o insecto que pudiese perturbar el ecosistema más precioso y mejor conservado del planeta. Nos esperaba en el puerto el paradigma de la historia y el romance: M/Y Grace; un yate inglés a motor de 90 años de antigüedad, que tuvo un valiente papel en la evacuación de Dunquerque. Llevó a Winston Churchill y, en 1956, fue el regalo de bodas que Aristóteles Onassis les hizo al príncipe Raniero de Mónaco y a su maravillosa esposa, la estrella de cine de la que la embarcación toma su nombre actual. Los recién casados pasaron su luna de miel a bordo de este glorioso y elegante barco, que recientemente ha pasado por una restauración y modernización en la que cada centímetro de su lujo y glamour regio originales han sido renovados y mejorados. Es, sin duda, la más bella embarcación de estos mares. Catorce afortunados pasajeros, listos para explorar y nerviosamente liberados de todo contacto tecnológico con el mundo moderno, habían llegado provenientes de Estados Unidos, Canadá,Alemania y el Reino Unido. Al principio éramos unos extraños cautelosos, pero la visión de leones marinos creando surcos en el agua a nuestro alrededor, antes incluso de salir del puerto, causó una camaradería inmediata, uniéndonos en el asombro ante nuestro primer contacto con el archipiélago más fascinante del planeta. Los piratas y los balleneros navegaron esta agua hace siglos, tomaron l o que pudieron y se fueron. En 1835, Charles Darwin, un joven inglés, llegó a las islas tras sufrir unos terrorífcos mareos. Era el acompañante del capitán del HMS Beagle. Durante las cinco semanas que pasó recuperándose en tierra y disfrutando de festines de tortuga asada, Darwin percibió diminutas adaptaciones en los picos, aletas, alas y extremidades de los pájaros y animales indígenas, cambios progresivos que con el tiempo atribuyó a los retos presentados por este medioambiente en concreto. La supervivencia de este milagro ecológico en un momento en el que la Tierra está tan amenazada requiere una vigilancia de lo más particular. 30.000 residentes permanentes más 250.000 visitantes anuales podrían poner en peligro todo el sistema; con muy pocos visitantes, la crucial aportación económica del turismo desaparecería. Cada mañana temprano, anclados en un tranquilo y vacío puerto, nos zambullíamos en las cristalinas aguas, batallando contra la corriente a un lado del M/Y Grace y nadando con velocidad por el otro, antes de disfrutar de la larga lista de actividades previstas para el día.Teníamos la fortuna de tener a Walter Campito como nuestro guía. Nacido en la isla local de Santa Cruz, Campito ha pasado toda su vida en el archipiélago. Sus conocimientos de las 1.300 especies que allí pueden hallarse es absoluto y su pasión por la conservación irresistible. Pertrechados con el ubicuo buf, el indispensable y multiusos pasamontañas que protege tanto de la lluvia ➤
«ERA UN JARDÍN DE INOCENCIA, CON UNA AUSENCIA DE MIEDO POCO COMÚN YA. NINGUNA DE ESTAS CRIATURAS TENÍA CONOCIMIENTO DE LA NATURALEZA PREDATORIA DEL SER HUMANO»
tropical como del agobiante calor, Walter nos llevó a una isla diferente cada día, algunas formadas por implacables piedras volcánicas, otras tan verdes como una pradera inglesa en mayo. En una perfecta y reservada playa los inmensos leones marinos, que aletean y reposan en tierra, bramaron un saludo, permitiéndonos sentarnos en la arena cerca de ellos. Iguanas de amarillas pieles nos miraban sin pestañear desde la cercanía, inmóviles, despreocupadas, sin miedo. En otra isla, camufladas entre la gris roca volcánica, iguanas marinas (los ‘diablillos de la oscuridad’ de Darwin) se amontonaban unas sobre otras, sacando sal de sus fosas nasales para blanquear sus coronillas, antes de que el calor y el hambre las llevasen de nuevo a las aguas. Libélulas y mariposas rozaban las puntas de mis dedos, y gaviotas de cola bifurcada y ojos rodeados por un intenso cír- culo rojo oteaban la escena desde el borde del acantilado. Docenas de rabihorcados magnífcos, ansiosos de amor al estar en la época de apareamiento, ululaban desde los arbustos, rocas y árboles, inflando los asombrosos globos escarlata que tienen en el cuello y decorando el panorama con su extrovertida y erótica festa. En otros lugares, alcatraces patiazules nos alegraban la vista con una animada danza y un alcatraz de Nazca se sentaba en su nido a centímetros de mis pies con dos inmensos huevos visibles bajo su cuerpo. Un pelícano hacía equilibrios sobre una rama al alcance de mi mano, con una marca marrón que recorría toda su espalda desde la cabeza, disfrutando de la brisa. Diminutos cangrejos zayapa de color escarlata recorrían la playa muy atareados. Una tortuga gigante, nacida durante el imperio de la reina Victoria, se dirigía a una charca de
agua, emitiendo un ligero ruido de irritación ante el esfuerzo, como el de un viejo contento de quedarse sentado en el sofá con sus pensamientos. Era un jardín de inocencia, con una ausencia de miedo poco común ya. Ninguna de estas criaturas tenía conocimiento de la naturaleza predatoria del ser humano. Esta vida salvaje llegó en tiempos inmemoriales, empujados por el viento, las corrientes marinas, sobre improvisadas balsas, náufragos, refug iados, una destilación del frágil equilibrio de la vida en la Tierra. Los humanos somos meramente otra forma de vida que pasa junto a ellos llevados por la corriente. Bajo las olas, la luz del sol iluminaba brevemente la forma sumergida de una mantarraya y a miles de diminutos pececillos turquesas y negros nadando en la corriente y girando en conjunto para evitar la repentina explosión de burbujas lanzada por un tiburón de punta blanca en busca de alimento. Las iguanas marinas mordisqueaban la roca cubierta de algas bajos nuestros pies. Habíamos visto los surcos en las suaves arenas negras de la playa formados por las tortugas camino a desovar, como si un fantasmal tractor gigante hubiese dejado las marcas de sus ruedas, aunque los propios rep- tiles hacía tiempo que ya no estaban allí. Pero bajo el agua, el haz de luz solar se movió de nuevo y nosotros, los buceadores, pasamos a formar parte de un juego submarino a medida que las aletas de más de una docena de tortugas marinas nos animaban silenciosamente a unirnos a su grácil círculo, moviéndose a nuestro alrededor, acogiéndonos, confando en nosotros y provocándonos una risa que se oía a través de nuestras máscaras. No puedes, lógicamente, coger nada, tomar nada de este lugar mítico. Pero cuando volví a casa descubrí que la concha más pequeña y frágil, no más grande que una uña, de color bronce y con muescas por un lado y de translúcida madreperla por el otro, de algún modo se había pegado a mi zapato, una valiosa confrmación de que no me había imaginado toda esta milagrosa aventura.