Harper's Bazaar (Spain)

EL DILUVIO

Hablamos con el ARTISTA y diseñador mexicano en su casa de la colonia Roma, en Ciudad de México, a unos días de su cumpleaños número 83. ¿Muchos? En absoluto: la visión del mundo, del arte, del mercado y de la realidad de este maestro no puede ser más jov

- Por Javier Quesada

Este enero, el viernes 11, Pedro Fr iedeberg cumple 83 años. A una edad en la que muchos se plantearía­n un retiro dorado, la agenda de este artista y diseñador mexicano de origen italiano (nació en Florencia, en 1936) está repleta de compromiso­s, como una exposición en la Universida­d de Berkeley, en California, para 2019, o un libro que la editorial Trilce acaba de publicar con un título, La casa irracional, que resume a la perfección cómo es su hogar en la colonia Roma, el barrio hipster de Ciudad de México. Aquí en su biblioteca, en medio de un caos de libros, bibelots, maquetas y objetos que parecen rescatados de un bric-à-brac victoriano, hablamos con el maestro en exclusiva. «Mis casas siempre han estado llenas de cosas. No sé cómo, se me pegan muchas cosas: tengo cuadros que mucha gente dice que tienen horror vacui », señala, mientras pide un café y se enfrenta con una sonrisa a esa delicada forma de tortura que son las entrevista­s. «A veces son un castigo, sobre todo cuando te preguntan: ‘¿Y qué quiere decir la mano, maestro?’ [en referencia a su icónica silla, un clásico del siglo XX, diseñada en la década de los 60, que nació como una broma pero que, con el tiempo, se convirtió en un best seller imitado hasta la saciedad]. ‘¿Sueña usted mucho, maestro?’. Ay, qué hueva todo eso. Pero hay que reconocer que, a veces, las entrevista­s son un gran placer: siempre es una gran satisfacci­ón hablar de uno mismo… pero no con todo el mundo», bromea. Es una constante en su conversaci­ón: un sentido del humor propio de un personaje de Evelyn Waugh, uno de sus autores de cabecera, que puede resultar desconcert­ante –por lo corrosivo–, especialme­nte en un mundo tan solemne como el del arte contemporá­neo, donde el hedonismo, por no decir el sarcasmo, resultan sospechoso­s. Pero para Pedro Friedeberg, como para Cecil Beaton, otro artista british que se cuela en la conversaci­ón, el peor pecado de todos es el aburrimien­to. Ha llegado a un punto en su vida, y en su obra, en el que puede permitirse el lujo de decir lo que le viene en gana sin perder la sonrisa. «El cinismo no está muy bien visto, de alguna manera creen que los ricos se están burlando de los pobres. En México no existe ese fno humor inglés, hay otro humor, el de la ranchera, que también es otra forma de cinismo: tanto sufrir por amor y todo eso», añade.Y luego está el cinismo aplicado al mundo del arte, que él tan bien conoce: «Había una pintora, cuyo nombre no diré, que te llamaba a las tres de la mañana para decirte que acababa de pintar un cuadro mejor que Van Gogh. Pobrecita, ella estaba muy feliz y muy contenta», recuerda. A sus jo vencí sim os 83 años, Friedeberg puede soltar perlas como estas: «Hay que inclinarse ante el mercado, si a uno le gusta el dinero. A mí no es que me guste el dinero como una cosa abstracta, lo que me gusta es viajar en primera clase. Pero no me importa si tengo un millón, o diez o cien millones de dólares. Cuando llegas a esas sumas, no sé para qué toda esta gente, tan vulgar y tan avara, quiere tanto dinero. Supongo que porque es una forma de poder». Ma-ra-vi-lla. O esta otra: «La elegancia es un insulto, porque hay tanta pobreza… pero yo no veo que nadie de la izquierda regale ni cinco centavos a un necesitado». Maravilla y media. Cuando le preguntas por una leyenda del arte contemporá­neo, como la británica Leonora Carrington, a quien conoció, y esperas un sesudo análisis sobre su obra, llena de referencia­s al inconscien­te, suelta esta joya: «La casa de Leonora Carrington olía a caca de papagayo». Arrobamien­to. A estas alturas, lo políticame­nte correcto, esa cárcel que amenaza con convertir el mundo contemporá­neo en un soporífero programa apto para todos los públicos y todas las sensibilid­ades, le importa un chile. Casi tanto como ese otro gran chiste que, al otro lado de la frontera, amenaza a México con construir un muro ➤

de ignominia (e ignorancia). Ni siquiera pronuncia su nombre: «No quiero hablar del presidente de los Estados Unidos, pero me parece un surrealist­a maravillos­o, un cínico que sigue diciendo que el día de su toma de posesión salió el sol. Y la gente dice: ‘Pero no salió el sol, ¿cómo puede decir eso?’. No entienden que es una ironía. Él tiene, como yo, muchos parientes alemanes, y eso se usa mucho en Alemania». ¿El sentido del humor? ¿El cardado? ¿La terracota de Guerlain (en cantidades industrial­es)? «No, el hablar entre comillas», aclara. Aunque trate de minimizar su importanci­a dentro de la historia del arte, acorde a su visión de la vida y del ego, lo cierto es que la fgura de Pedro Friedeberg cobra más importanci­a cada día que pasa y ha sido redescubie­rta por las nuevas generacion­es, que encuentran en él al último surrealist­a, el epígono de una generación de genios que frecuentó en su exilio mexicano, como Max Ernst, Man Ray, la francesa Alice Rahon, la española Remedios Varo o el mismísimo fundador del movimiento surrealist­a, André Breton, que también pasó por México a finales de los años 30 y, después de encargar una mesa a un carpintero mexicano, declaró que «México es el país más surrealist­a del mundo» (y eso que jamás tuvo que lidiar con el Instituto Nacional de Migración). «Yo soy un apéndice. Siempre me ha fascinado la excentrici­dad. He sido muy amigo de Edward James [millonario, poeta, escultor y mecenas británico, ligado al movimiento surrealist­a, que en los años 40 construyó los jardines surrealist­as de Xilitla en la Sierra Huasteca de México], de Chucho Reyes [pintor, coleccioni­sta y artista mexicano], o de Brígida Tichenor [pintora surrealist­a de quien se decía que era la hija bastarda del rey Jorge V de Inglaterra] o de Leonora Carrington. Como yo venía de una familia muy cuadrada, siempre me encantó esta gente que vivía como quería, tenía sus propias opiniones, no le tenía que rendir cuentas a nadie, y cuanto más locos, más admirados y apreciados eran. Éramos un grupo pequeño, como un club de excentrici­dades», rememora. Conocer a este club de excéntrico­s supuso para él un balón de oxígeno tras una infancia y adolescenc­ia mar- cada por sus orígenes germánicos (es hijo de una familia judío-alemana que huyó de Europa al estallar la Segunda Guerra Mundial y llegó a México cuando él tenía tres años), que resume así: «disciplina, tortura y castigo». En su juventud, abandonó sus estudios de Arquitectu­ra en la Universida­d Iberoameri­cana de México para trabajar como aprendiz en el taller de otro artista mexicano de origen alemán, Mathias Goeritz, lo que escandaliz­ó a su familia. «Lo único que me gustaría es que mis padres hubiesen visto cómo mi obra cuelga hoy en los museos. Mis padres despreciab­an mi arte, me decían que estaba perdiendo el tiempo; ellos querían que yo fuera ingeniero o arquitecto.Y me gustaría que vieran que mis cuadros se venden por algunos miles de dólares y que algunas gentes los aprecian y, sobre todo, que tengo mucho seguimient­o entre los jóvenes, que encuentran que mi arte todavía tiene algo de sentido común… si es que puede haber eso en arte». Lo cierto es que su obra se ha revaloriza­do en los últimos tiempos, a raíz de la regeneraci­ón de un nuevo perfil de coleccioni­stas que han descubiert­o en él al epígono de un movimiento que, en los últimos años, ha vuelto a recuperar el prestigio perdido. «Es que antes el arte era una cosa aburridísi­ma, porque todo tenía que ser una forma de protesta: canción de protesta, pintura de protesta… Hace 50 o 60 años decían que el arte debía ser político. Ellos, el establishm­ent, decían eso. A los que hacíamos el arte por el arte nos despreciab­an y nos veían como pintores de caballete. Yo creo que el primer pintor de caballete serio en México –digo serio en el sentido de que ganó mucho dinero– fue Rufno Tamayo. Entonces empezaron a respetar eso porque vendía sus cuadros por 30.000 o 100.000 dólares en París, mientras aquí estaba el resto haciendo sus dengues de izquierda», reflexiona. ¿Y los suyos? ¿Qué opinión le merecen las actuales cotizacion­es de su obra? «Creo que alguien que paga tantos miles de dólares por cualquier obra de arte está idiota, a no ser que sea una cosa de Rembrandt. Pero yo sí compraría un Arcimboldo por medio millón de dólares, si los tuviera. ¿Un cuadro mío? Yo no gastaría más de 2.000 dólares. Pero es una cosa de modestia, a lo mejor. Aunque si la gente lo paga, pues… ni modo».

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 ??  ?? Friedeberg, fotografad­o por Daniel Trese.
Friedeberg, fotografad­o por Daniel Trese.
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Escultura con referencia­s a la alquimia, la cábala y el esoterismo.

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