Harper's Bazaar (Spain)

Julieta Serrano y Bárbara Lluch, vivir por el teatro

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Cuando se conocieron, una tenía 44 años y ya había llevado a las tablas Las criadas, aquel texto de Jean Genet incomprens­ible para la censura franquista; había revolucion­ado a los biempensan­tes interpreta­ndo a una sirvienta enamorada de un transexual en Mi querida señorita, y acababa de conocer a un chico que, mientras hacía de comparsa en el escenario, soñaba con dirigir películas sobre mujeres al borde de un ataque de nervios o monjas de una bizarra congregaci­ón. La otra tenía tan solo dos días de vida y ya llevaba en el ADN la pasión por el arte. Al fn y al cabo, ser nieta de Núria Espert y del productor Armando Moreno imprime carácter. «Aún recuerdo a aquel bebé tan gordito que cogí en brazos», confesa con una sonrisa Julieta Serrano a Bárbara Lluch. «Sí, yo era un pequeño Buda. Me sentaban en un sillón y no podía ni moverme», replica ella entre risas. Pasó el tiempo y se perdieron de vista. Hasta ahora, 41 años después, en un encuentro propiciado por Federico García Lorca y la versión operística de La casa de Bernarda Alba, que han estrenado en el madrileño Teatro de la Zarzuela. Ambas conocen muy bien a García Lorca y su magistral texto. De hecho, la veterana actriz estrenó la obra en España en 1964, haciendo entonces el papel de la libérrima Adela; en esta ocasión, da vida a María Josefa, la anciana madre de Bernarda. «A esta edad, ya no sueño con hacer determinad­os papeles antes de retirarme, excepto este. Es breve, pero precioso por ese punto que da la vejez y la locura, que lo impregna de poesía de verdad». Para Bárbara, la voz de Lorca ha estado muy presente en casa a través de su abuela Núria –que ha reinterpre­tado como pocas actrices y directores de escena el universo femenino del autor– y de grandes creadores, como el propio Alberti o Lluís Pasqual, que no pocas veces recitaban sus versos en las reuniones familiares. «Enfrentarm­e a Bernarda me daba miedo; dirigir a una actriz de la magnitud de Julieta, aún más. Pero, una vez comenzamos, fue como si hubiera algo que nos guiara. Hoy las mujeres estamos luchando por un montón de cosas, y yo soy parte de esa pelea; hay sitios donde ellas no pueden conducir, son asesinadas, les falta libertad… Lorca habla de una historia sin fecha ni lugar, que puede pasar ahora y dentro de cien años. Que las cosas no hayan cambiado me produce una tristeza inmensa». La complicida­d entre la directora de escena y su actriz resulta evidente durante la sesión fotográfca. Bromas y abrazos denotan el inmenso cariño que se tienen, también su profunda admiración. «Imposible no adorar a Julieta. Entre el equipo de La casa de Bernarda Alba hay una lista de secuestro por turnos ¡para llevárnosl­a a casa! Es un ejemplo de disciplina, de maestría, de tirarse a la piscina si se lo pides. Eso es algo que no reconozco tanto en los actores de las nuevas generacion­es como en actores de raza, como ella o mi abuela. Julieta traspasa el patio de butacas como si fuera un relámpago». La actriz responde a los halagos asegurando que, ya al comenzar los ensayos, se dio cuenta de que «Bárbara tiene una autoridad en el escenario absoluta, pero es capaz de transmitir de una manera suave, gentil y amorosa». Desde luego, 15 años asistiendo en Covent Garden (templo de la ópera en Londres) a grandes directores de escena, como Bob Wilson, Robert Lepage o Romeo Castellucc­i, dan para mucho. «También reconozco en ella valores como el talento, la capacidad de trabajo y la generosida­d de Núria Espert», añade Julieta refriéndos­e a su gran amiga desde que, de niñas, coincidier­an haciendo teatro amateur en las buhardilla­s de la sala Romea para escapar de la tristeza y las difcultade­s de la España de posguerra. ³

«Desde el cariño, mi padre me recomendó que no fuera actriz . No quería que sufriera» JULIETA SERR ANO

Como sucede en La casa de Bernarda Alba con el personaje de Pepe El Romano, que nunca aparece, pero que llena la escena con su fuerza vital, la conversaci­ón entre Bárbara y Julieta está repleta de guiños hacia Núria Espert, por más que ella no esté presente. Hubo un tiempo en el que su sombra pesaba demasiado en la carrera de su nieta: no por ella, que se declara «absolutame­nte enamorada» de su abuela, sino por las miradas ajenas, empeñadas en establecer injustas comparacio­nes entre ambas a la hora de interpreta­r. «Tenía como unos 5 años cuando participé en mi pr imera película. Hice otra a los 7 y otra a los 12… Así que todo parecía indicar que yo también ser ía actr iz –recuerda–. Sin embargo, paré para estudiar Historia del Arte, más por rebeldía contra mi familia que por otra cosa.Yo sabía que no era sufcientem­ente buena para llegar donde deseaba; supongo que ahí entraba en juego mi alto nivel de exigencia: de alguna manera, quería ser mi abuela. Siendo honesta y mirando atrás, me mudé a Londres para huir de la sombra de mi familia, necesitaba encontrar mi espacio, mi voz». Ahora siente que se ha reconcilia­do con esto y, siendo directora de escena, le encanta que la comparen con su abuela y que le digan que forma parte de una dinastía teatral: «Estoy feliz de pertenecer a esta camada». Supo que todo cuadraba cuando la ópera se cruzó en su camino: «Nunca logré crearme esa especie de piel dura que los actores deben tener para entender que, cuando los rechazan en una audición, no se trata de nada personal. Además, los parones entre un proyecto y otro eran terribles, la incertidum­bre de si va a sonar o no el teléfono, la falta de amistades reales, la competitiv­idad… La actuación no era para mí». Curiosamen­te, en su juventud, Julieta hizo el camino inverso: la escena no parecía más que un hobby, pero acabó convirtién­dose en su vida. Cuando nació, en 1933, sus abuelos eran actores retirados, pero tanto ellos como su padre supieron inculcarle el amor por el teatro, fomentando que participar­a en obras de afcionados que lograban sacarla de su enfermiza timidez… «Mi padre quería que me divirtiera, pero en la Barcelona de la época era impensable querer ser actriz. Éramos una familia modesta y mis mayores estaban más preocupado­s por lo que íbamos a comer al día siguiente». Había que trabajar en algo en apariencia más estable y, como la niña tenía talento para dibujar, con 15 años se inició en ese ofcio. Menos mal que aquella escena amateur a la que aún le dedicaba su tiempo libre fue cobrando importanci­a hasta dedicarse plenamente a eso. «Entonces, ser actriz no estaba bien visto: se suponía que tenías una libertad que no estaba permitida. Sin embargo, yo hallé un espacio de belleza, de creativida­d, una terapia para mi timidez, un motivo para vivir». A estas alturas, Julieta –flamante Premio Nacional de Teatro 2018 y con la nueva película de Pedro Almodóvar por estrenar– sigue sin creer que tenga mér itos suficiente­s para ser considerad­a un auténtico icono. «Nunca estudié interpreta­ción, así que fui enriquecié­ndome a través del trabajo de toda la gente con la que he ido coincidien­do en mi carrera. Eso ha creado en torno a mí una atmósfera, una disponibil­idad, un estar abierta a las propuestas de los directores, de los textos. A hacer todo lo preciso para que un personaje cobre vida». Como esa madre de Bernarda que, en manos de una talentosa directora de escena llamada Bárbara Lluch, le ha dado nuevos motivos para no retirarse.

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Que Julieta Serrano no cante ópera no ha sido obstáculo para participar en La casa de Bernarda Alba: su personaje no entonaba ni una nota. Sobre el piano, en una de las salas de ensayo del Teatro de la Zarzuela, Bárbara Lluch.
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