LAS VACACIONES DE ANTES
En la década de los setenta del siglo pasado, esto de las vacaciones lo vivíamos de for ma distinta, ni mejor ni peor, pero sí de otro modo y siempre con el trasfondo de libertad. Para mí empezaba todo con el final de las clases, ese era el pistoletazo de salida a dos largos meses de no madrugar, de no tener más horarios que los de las comidas, de entrar y salir como si todos los días fueran fiesta; el calor, los amigos, esa grata sensación de libertad… Pero lo que realmente convertía todo aquello en las vacaciones de verano era el viaje que emprendía con mi familia al pueblo de mis abuelos. Vivíamos en Zaragoza y teníamos que ir hasta Navalcarnero. La parafernalia de cargar el coche con maletas, bolsas y demás trastos, para luego meternos todos en aquel Seat 132 verde, mi padre conduciendo, mi madre de copiloto y mis tres hermanos y yo en el asiento de atrás, bien apretados, sin cinturones de seguridad, con las ventanillas bajadas como único sistema de aire acondicionado, oyendo en el radiocasete zarzuelas o los coros rusos, la música siempre elegida por mi padre sin que a ninguno se nos ocurriera plantear otra alternativa. La única parada que se hacía era en Medinaceli. Atravesábamos el centro de Madrid y enfilábamos la Nacional V hasta que, de repente, mi padre decía: «Ahí está…», no la Puerta de Alcalá, sino la torre de la Iglesia de Navalcarnero. Después de más de seis horas de camino, por fin recalábamos en la casa de mi abuelo. Nos recibía la canícula de la siesta y el estridor de las chicharras. Allí todo era distinto, los olores, los sonidos, la serena lentitud de la vida cotidiana, el sabor de la carne de la carnicería de mi tío, de la leche fresca que iba a comprar con una lechera a la vaquería al lado de mi casa, de la verdura recién traída de las huertas; las visitas a mis tíos abuelos, el reencuentro con mis primos y con los amigos después de casi un año. Las mañanas transcurrían pausadas en pandilla, sentados en el banco de piedra del atrio de la iglesia, fumando los primeros pitillos, riendo por naderías, hablando de las cosas verdaderamente importantes y trascendentes de nuestro pequeño y reducido mundo. Las tardes las pasábamos en la piscina de la Noria y en el parque del Depósito, y los fines de semana al cine de verano.
A mediados de agosto llegaban los palos con los que se montaba la plaza de toros, preámbulo de las fiestas Patronales que se desarrollaban a lo largo de los diez primeros días de septiembre; la pólvora, la banda de música, las verbenas, los coches de choque, puestos varios en los que se vendía un poco de todo, madrugar para ver el encierro, pero sobre todo trasnochar, esa excitante sensación de traspasar el límite de la medianoche para regresar a casa, de más libertad, más diversión, más pandilla, más vacaciones… Una buena manera de culminar aquel tiempo tan distinto y añorado, tras el cual tocaba regresar, y de nuevo había que despedirse, cargar el coche, emprender la vuelta a la normalidad, al frío, a los días cortos, a los madrugones, a los horarios, al colegio, el uniforme, los libros, las compañeras… Con la añoranza de un nuevo verano, de más viajes, de más y mayor libertad…
Paloma Sánchez-Garnica (Madrid, 1962) es la autora de, entre otros, Las tres heridas (2012) y La sonata del silencio (2014), todas con Ed. Planeta, que supuso su consagración como escritora. Obtuvo el Premio de novela Fernando Lara 2016 con Mi recuerdo es más fuerte que tu olvido.
Lo primero que me dijo el día que nos conocimos fue que no le gustaba viajar. ¿Viajar o hacer turismo?, pregunté. Agradeció la pregunta porque le sirvió para matizar que lo que no le gustaba era hacer turismo. No le gustaba viajar en avión, no le gustaba coincidir con grupos de turistas en el Coliseo, no le gustaba hacer colas.Tenía su estudio frente al Museo del Prado y se quedó sin ver la exposición deVermeer porque lo dejó para el último momento y, justo ese día, la cola daba la vuelta al edificio. Así que volvió blasfemando a su despacho y a ver a los felices chinos y a los inquietantes japoneses desde la ventana.
Había recorrido el mundo entero, pero no conocía Florencia ni la costa oeste de Estados Unidos. Cuento esto porque en él era frecuente que expresara su admiración por los Medici y por la industria del cine de Los Ángeles. Aquellas contradicciones moldeaban su carácter y las digerí como parte del enamoramiento que, como todo el mundo sabe, convierte en transparente el polvo acumulado en los márgenes del ser humano. Aun siendo todo así, yo necesitaba viajar con él. Lo haríamos en cuanto tuviéramos oportunidad de juntar los días suficientes para coger un avión y volar allí donde fuera de noche cuando en España estuviera amaneciendo. Lejos. Muy lejos.
Así que cerraba los ojos y daba vueltas al mapa con la imaginación. A veces viajaba a Bahamas. En ocasiones a Egipto. Alguna vez a Australia. Argentina.
Vietnam.Ahora me río de las simplezas de las primeras veces. Daba igual dónde. Era con él. Me habría encerrado en un cigarral en Toledo en pleno mes de agosto con tal de sacudirme la ciudad de la rutina, el desconsuelo de cada día, los dolores acumulados. Nunca se lo dije. Me acababa de separar. Cuando la jueza decretó la custodia compartida fui consciente de que la verdadera separación era de mis hijos. Del padre, aunque no mediara una sentencia, llevaba años divorciada.Y necesitaba aire de cualquier latitud. Un escenario que nunca hubiera compartido con los niños para no sentir su ausencia. Borrar sin borrar. Engañarme con la sensación de ser otra mujer con otro hombre. Esto tampoco se lo dije. Me daba miedo que mis miedos lo acabaran asustando. Admiraba todo de él porque todo le interesaba. Nada le resultaba ajeno.Y siempre había pasión en sus relatos. Había visto desovar tortugas en Tulum y se había jugado la vida en el DF. Podía estar varios cigarrillos hablando de Gauguin y sus pinturas de Martinica, y era experto en París. Decía que pasearíamos la Place Vendôme, atravesaríamos el museo del Louvre, cruzaríamos el Sena y llegaríamos a Saint-Germain-des-Prés. Pero no concretaba cuándo y yo tenía mis urgencias. Así pasó el tiempo, jugueteando con el viaje, hasta que llegó el verano y el tiempo sin tiempo en el que seríamos capaces de juntar esos días con los que tanto había fabulado. Propuse Puerto Limón. Ninguno de los dos lo conocía. No dijo ni sí ni no. Ni siquiera hizo el ademán de abrir el calendario del teléfono para coordinar fechas. Nada.
Por la noche, yo busqué un paquete turístico de esos de chinos y japoneses para huir de mi cielo y vengarme de sus fobias, pero antes de apagar la luz recibí un mensaje. En realidad, eran siete mensajes.
Siempre he querido viajar allí donde los barcos asomaban a la boca de la ría.
Allí quería ir de niño.
Al viaje peligroso.
Y ahí sigo.
Por más miedo que aún tenga.
Al viaje.
Contigo.
Sonsoles Ónega (Madrid, 1977) es periodista y escritora, ha compaginado su profesión en CNN+, Cuatro y Ya es mediodía, en Tele5, con la escritura de cinco novelas. Después del amor recibió el Premio de novela Fernando Lara 2017. Mil besos prohibidos es su última obra.