LA MAGIA DE SER ICONO:
Nadie nace convencido de conquistar el mundo. Pero la luz siempre brilla para los valientes, los osados y los soñadores. Esos que hicieron que su vida se escriba en letras de oro. Porque los mitos son… eternos.
SOBRE AQUELLOS QUE CONTAGIARON AL MUNDO CON SU PROPIO SUEÑO.
empiezo a escribir en esta página con la atención puesta en el horizonte añil de Grecia, allí donde están enterradas las raíces de infinitas palabras. Llevo horas concentrada en la inspiración sobre la que quiero levantar esta columna. Carisma, carisma, carisma, escribo repetidas veces antes de comenzar… De dónde viene, me pregunto al emprender el viaje de regreso al momento en el que este término fue inventado, por aquellos que dotaban de vida a las letras que combinaban a su antojo. Khárisma no es más que otra superviviente de las lenguas inmortales que hoy sigue definiéndose como antaño; el don natural que tiene una persona para atraer a los demás con su presencia, su palabra o su personalidad. Siempre envidié a los que descubren su vocación a una edad temprana porque viven ajenos a la incertidumbre que nos acompaña al resto. Los caminos serpentean y se enredan cuando uno duda entre pisar las huellas de otros o elige dejarse arrastrar por su propio pálpito. Nadie nació convencido de conquistar el mundo, pero en todas las vidas hay un instante de lucidez en el que esa victoria parece posible, y algunos se aferran a ella sin pensar en las consecuencias. Valientes, los llaman.Y, valientes o inconscientes, es a ellos a los que les toca aprender que no hay conquista que no desespere al más apacible de los estados de ánimo, y que los triunfos se alzan en las manos del que gana la partida a las innumerables decepciones que se amontonan en los baúles de la derrota. Pero cuando la respuesta certera invade las madrugadas insomnes y el destino brilla con una luz idéntica a la del rayo que fulmina la oscuridad, las piezas encajan con la prisa del instante efímero, no solo en nosotros, sino en la mirada de todo el que esté cerca. En los últimos días, me ha llegado por distintos medios una fotografía antigua que circula por el universo virtual, en ella aparece una estrella de la música firmando autógrafos y, en primera fila, hay una joven en cuyos rasgos se intuye el rostro de una de las divas más veneradas de las últimas décadas. Dicen que ella es ella, y yo quiero creerlo, pero la duda me impide escribir sus nombres hasta que su identidad no sea confirmada. De ser cierto el rumor, me divierte pensar en lo que la anónima jovencita diría si alguien le desvelara que, en el futuro, ella será el objetivo de una instantánea en la que también estará firmando autógrafos a admiradores entre los que, quizá, se encuentre un soñador valiente y carismático.Alguien que se sienta extraño entre la multitud y a quien el tiempo experto enseñe que eso que le hace sentirse distinto es la autenticidad que le hará brillar entre el resto.
Crecemos rodeados de referentes a los que imitamos y admiramos, e incluso celebramos sus triunfos como si fueran nuestros. Encumbramos a personas que se parecen a lo que nosotros querríamos ser, y en ese anhelo de parecernos a ellos se cobija la ilusión de nuestro amanecer. Pero la admiración también necesita focos que iluminen más allá de los nombres propios que se cuelan en las conversaciones ajenas y en nuestra memoria. Focos como el que sostiene la revista Harper’s Bazaar desde hace un siglo y medio, y que es además un claro ejemplo de esto que ahora cuento. A lo largo de su historia, en cada publicación han aparecido las firmas de aquellos que un día imaginaron sus nombres escritos en tinta a pie de página y que terminaron posando, fotografiando, escribiendo o dejando la huella de su inspiración en la retina de los que hoy siguen admirando su trabajo. El pasado y el presente de esta revista atesoran infinidad de nombres propios que merecieron, y merecen, ser inmortalizados en una portada por atreverse a desnudar su carisma y su autenticidad, además de contagiar al mundo con su propio sueño. Ninguno de ellos nació para ser una página en blanco y ya fueron portada antes de saberlo. Sus vidas nos definen y nos complementan. Hablan de nosotros a través de sus miradas felinas y de su elegancia innata. Nos contoneamos al ritmo de su música y escudriñamos la genialidad de sus obras. Copiamos los patrones de sus vestidos de ensueño, hacemos nuestros sus gestos y alardeamos de su éxito. Fueron, siguen siendo y siempre serán almas salvajes, hermosas, traviesas o discretas; son también los objetos dotados de la magia que empodera al que los pasea. Son todos los colores posibles y el claroscuro de la perfección. Son el detalle imperceptible y la frase copiada. El aplauso contagiado, la imagen venerada y la razón de tanta envidia y frustración. Son espíritus inmortales que sobreviven en la eternidad palpable, gracias a las generaciones que no los dejarán caer en el olvido, por muchos años que pasen. He cumplido mi palabra y he esquivado los nombres propios a lo largo del texto, no quería que la culpa me pesara al dejar fuera a alguien imprescindible para algún lector en concreto. Valentía, carisma, autenticidad y admiración son los cuatro pilares sobre los que he levantado esta columna que los griegos, posiblemente, concentrarían en una sola palabra: Icono.