Y, ahora, España nos espía
Esto de ser español acaba siendo una lata. No hay estadística europea que lideremos, salvo las del déficit y la deuda, y a la falta de músculo económico no le ayuda el sainete político de un gobierno débil ya en origen y que ha terminado en brazos de quienes atesoran un escaso cariño a la nación de la que sacan provecho desde hace decenios. Sin embargo, el capítulo más bochornoso para un país de paciencia franciscana procede de los mismos que quisieron fundar en aquella jornada nefasta una república. Dicen ahora todos aquellos que fueron indultados por el mismo gobierno tan condescendiente que España nos robaba y, ahora, además nos espía. Un horror de país, por lo visto, que en lugar de condenar un acto de rebelión lo dejó casi en un castigo simbólico. Esos mismos independentistas son los que ahora braman con carteles en inglés -¿no se trataba de expandir el catalán hasta en Papúa?-, indignados porque unos servicios secretos, con autoridad judicial, interceptaron las comunicaciones de los móviles de aquellos que querían romper las reglas del juego. No debió de servir para mucho porque Puigdemont se fugó con peluca cuando lo juzgó conveniente. El problema reside en que la credibilidad la pierden a propulsión no solo los que aprovechan cualquier supuesta grieta para escenificar la enésima ‘perfomance’, sino un gobierno que parece pedir perdón, acomplejado y, sobre todo, sometido al chantaje permanente e intolerable ante cualquier votación en el Congreso en la que se juegan su existencia.