Verano imaginado
Uno ha de tratar de sobreponerse a sus circunstancias particulares para mirar al mundo. Es frecuente, por ejemplo, que la edad condicione el análisis del devenir de la sociedad y que sea más fácil caer en el pesimismo cuantos más años se cumplen, un fenómeno que se repite desde siempre: la madurez tiende a la severidad en el juicio del presente.
Llegados, sin embargo, a este punto, puede concluirse que las cosas van realmente mal. La evidencia ha adquirido tal solidez que invalida cualquier cautela al respecto. Cioran, en su a menudo lúcida amargura, decía que no nos «marcan» los males violentos, sino aquellos que son insistentes y tolerables, «aquellos que forman parte de nuestra rutina y nos minan meticulosamente como el tiempo». El tiempo –la edad– como marcador implacable pero también como luz reveladora.
Esta vez la enumeración parece innecesaria: pésimos datos económicos, conflictos internacionales que surgen y otros que resurgen, una política nacional indefectiblemente tensionada, fenómenos climáticos cada vez más extremos, amenazas constantes a la salud pública... Los economistas aprovechan el espejismo de la laxitud veraniega para avisarnos de que cuando el último turista cierre definitivamente la sombrilla llegará algo así como el apocalipsis, que en el lenguaje medido y gubernamental de la ministra de Economía, Nadia Calviño, supone que «vienen curvas».
El verano tiene la misma naturaleza que un paréntesis, en el que a uno le gustaría permanecer solo por no tener que reanudar el relato de una realidad llena de desajustes. Es común, de hecho, afrontar este periodo como un intento de recuperar viejos equilibrios. Nada hay que garantice el éxito, aunque es probable que tenga que ver con nuestra capacidad de abstraernos, de evadirnos a través de otras rutinas y otros lugares o de sumergirnos en la pura ficción.
No se atisban los felices años veinte que se anunciaron tras la pandemia –ese otro paréntesis, largo y penoso–, a imitación de lo ocurrido tras la I Guerra Mundial. Pero ese otro mundo que Santayana llamó «el mosaico de la imaginación», frente al mundo natural que sí es accesible desde la ciencia, se ha revelado indispensable. Y el verano es el momento de reivindicarlo.