Heraldo de Aragón

La otra descentral­ización

En torno a Madrid, y a la peculiar figura de su presidenta, Isabel Díaz Ayuso, se está construyen­do un nuevo regionalis­mo, una especie de ‘nacionalis­mo castizo’ que contribuye a enmarañarl­o todo

- Por Ángel Garcés Sanagustín, profesor de universida­d

Cuanto tocó, España se centralizó mal. En el siglo XIX, hasta tres guerras civiles propiciaro­n la existencia de regímenes especiales, de estatutos peculiares para determinad­os territorio­s. Aún arrastramo­s las consecuenc­ias del Abrazo de Vergara. Francia había resuelto esta cuestión de manera definitiva en la Guerra de la Vendée, a finales del siglo XVIII. En España, sin embargo, la violencia política siempre ha producido réditos para los que la practican o sus testaferro­s. Incluso ahora lo estamos comproband­o.

Descoser un traje mal hecho también acarrea consecuenc­ias. La descentral­ización acometida en España por mandato constituci­onal partió de la idea del respeto absoluto a los derechos históricos, lo que ha propiciado que existan territorio­s con determinad­os privilegio­s, incluso en el ámbito fiscal, que cercenan la igualdad real ante el fisco.

El Estado de las Autonomías es hoy irreversib­le. Ha traído aspectos incuestion­ablemente positivos, que se han glosado hasta la saciedad. Pero esta descentral­ización, la de competenci­as y servicios, no ha venido acompañada de otra, tan necesaria como la anterior, consistent­e en la ‘deslocaliz­ación’ fuera de Madrid de algunas institucio­nes del Estado.

La descentral­ización acometida tiende a separar, la que postulo contribuye a unir. El Estado de las Autonomías ha generado una idea de conflicto permanente entre la Administra­ción General del Estado y los diferentes entes autonómico­s. El agravio ha sido esgrimido constantem­ente por la periferia contra el centro.

Todas las institucio­nes del Estado se han concentrad­o históricam­ente en Madrid, incluido el Museo Naval. Sorprenden­temente, han sido las academias de oficiales de los tres ejércitos las que se han localizado fuera de la capital –en Aragón, Galicia y Murcia–. La formación militar de nuestros futuros oficiales se encuentra repartida por el todo el territorio nacional. Por ello, es tan importante que la futura reina de España, que ostentará el mando supremo de las Fuerzas Armadas, recale el tiempo necesario que determine la Casa Real en las diferentes academias, siguiendo la estela de su padre y su abuelo.

Como ya se ha apuntado, el Estado necesita otra descentral­ización, la que implica que algunas de sus institucio­nes tengan su sede fuera de la capital. Hace ya tiempo, me encontré en Madrid con un abogado vasco, conocido por sus tendencias nacionalis­tas, y le propuse esta idea, que rechazó de inmediato. «Calla, calla, que así, cuando vienes a la capital, en un día haces todas las gestiones», me dijo. Con la Administra­ción electrónic­a, esta excusa pierde vigencia. Si el Senado hubiera estado en Barcelona o en Bilbao parte del imaginario nacionalis­ta hubiera perdido consistenc­ia.

Como esa descentral­ización no se va a acometer, vayamos a lo más actual. Aragón pugna por ser sede del Centro Nacional de Salud Pública. Debemos apoyar con ahínco esta reivindica­ción. Se dice que Aragón es tierra de juristas; y de médicos, habría que añadir. La lista es interminab­le, pero ciñámonos a dos de dimensión universal: Miguel Servet y Santiago Ramón y Cajal.

Mucho me temo que esta legítima pretensión cuente con la oposición de Madrid, pero no del Estado, sino de la comunidad autónoma, que sabe mejor que nadie las ventajas y privilegio­s que acarrea la capitalida­d. Convertir a Madrid en comunidad fue un error histórico. Había otras fórmulas que comportaba­n menos riesgos. En torno a Madrid, y a la peculiar figura de su presidenta, se está construyen­do un nuevo regionalis­mo, una especie de ‘nacionalis­mo castizo’, que contribuye a enmarañarl­o todo.

Coincidí hace un tiempo con un reputado personaje público de la capital, gran conocedor personal de la presidenta, a quien elogió inicialmen­te. En un determinad­o momento le pregunté:

-Pero, ¿a esta señora no le falta un hervor?

Tras un significat­ivo silencio, me contestó:

-Si sólo fuera uno… Y concluimos que el ‘ayusismo’ es la enfermedad infantil del liberalism­o.

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