Los templos católicos en Bélgica
En Bélgica, la relación entre la Iglesia católica y el Estado sigue estando regulada, en gran medida, por un conjunto de normas procedentes de la época napoleónica
En los tiempos modernos estamos tan acostumbrados a ‘usar y tirar’ que aquellas obras humanas que duran siglos y siglos suscitan nuestra admiración. Es el caso del acueducto de Segovia, de la constitución americana o de muchas de las reformas legales de Napoleón Bonaparte.
En Bélgica, la financiación de la Iglesia católica sigue estando regida por legislación de la época napoleónica. Se trata, esencialmente, de tres textos: el Concordato de 1801 entre Francia y la Santa Sede, la Ley Orgánica de Cultos de 1802 y el Decreto Imperial de 1809 sobre las fábricas de iglesia. Francia se había anexionado en 1795 los Países Bajos austriacos y el Principado de Lieja, y el estado belga independiente que surgiría treinta y cinco años más tarde en esos mismos territorios ha respetado desde entonces el ordenamiento napoleónico de esta cuestión. A partir de 2001, las tres regiones que componen el país (Flandes, Valonia y Bruselas) son las que tienen las competencias sobre este tipo de asuntos, pero, en lo esencial, el sistema sigue siendo el mismo que ha estado en vigor durante los últimos dos siglos.
Por lo que se refiere a los templos, los existentes a finales del siglo XVIII, es decir, los que constituyen el ‘patrimonio histórico’, fueron nacionalizados por la Revolución y nunca han sido devueltos a la Iglesia. En estos momentos, son propiedad de la comuna (municipalidad) en la que se ubican, aunque están ‘afectados’ de manera permanente a las necesidades del culto. A diferencia de los edificios históricos, los construidos durante los siglos XIX y XX pueden ser de propiedad comunal, si se levantaron en terreno público, pertenecer a las parroquias o ser de titularidad privada.
En cada parroquia existe una ‘fábrica de iglesia’, entidad de derecho público que se encarga de la administración de los bienes parroquiales, de gestionar los ingresos y de subvenir a los gastos. Su consejo rector está formado por laicos que ejercen sus funciones de manera altruista. Además, del consejo forman parte el párroco y un representante de la comuna. En principio, la fábrica de iglesia debería ser capaz de cubrir con sus propias medios todos los gastos corrientes de la parroquia, como la conservación de los edificios, la electricidad y calefacción, las sagradas formas, las velas, etc. Para ello, cuenta con ingresos como los donativos de los fieles, los legados testamentarios, las rentas de sus propiedades (en general, procedentes de legados), etc. Cuando los ingresos son insuficientes para cubrir las necesidades, es la comuna la que está obligada a cubrir el déficit.
Hasta hace poco, Bélgica era un país muy católico, pero durante las últimas décadas la laicización ha avanzado con rapidez y en estos momentos el porcentaje de practicantes no llega al 10% de la población. Con las iglesias vacías, los ingresos corrientes han desquia, cendido de manera considerable y en muchos casos no cubren ya las necesidades. La subvención comunal, que en el sistema napoleónico tenía un carácter excepcional, ha pasado en muchos casos a ser imprescindible, lo que motiva el disgusto de las autoridades locales, que deben atender también a muchas otras demandas. Existe, por ello, una presión importante para que se supriman parroquias poco frecuentadas.
Cuando se suprime una parrose produce la desafectación de las propiedades públicas que hasta entonces usufructuaba. La comuna se hace cargo de ellas y les busca un nuevo uso, que, en cualquier caso, debe ser respetuoso con su pasado. Lo que hizo la Unión Soviética de convertir en Museo del Ateísmo la catedral de Nuestra Señora de Kazán, en la perspectiva Nevski de San Petersburgo, sería impensable en Bélgica.
Aunque la concentración de parroquias y la desafectación de lugares de culto parece una respuesta racional a la situación actual de la Iglesia belga, tropieza en la práctica con dificultades importantes. Una de ellas, que muchos de los edificios históricos están clasificados y tienen, por ello, un valor comercial casi nulo. Los usos que se les puede dar son muy limitados y cuando las comunas recuperan su pleno control con frecuencia aumenta el gasto que tienen que efectuar para su mantenimiento. Por este motivo, la mayor parte de las desacralizaciones corresponden a edificios construidos durante los siglos XIX o XX y pertenecientes, en muchos casos, a órdenes religiosas. Al no estar clasificados, o estarlo solo en parte, la demolición o reutilización de estos edificios es mucho más fácil. En muchos casos, han sido convertidos en viviendas.
Los problemas con los que se enfrenta la Iglesia belga no son específicos de aquel país, sino comunes a toda Europa Occidental. Lo curioso es que los belgas se estén enfrentando a ellos con un instrumento legal muy antiguo, un instrumento concebido para regular las relaciones entre Iglesia y Estado en unas condiciones históricas muy diferentes de las actuales. Un instrumento que, por cierto, sigue funcionando bien. Los juristas de Napoleón hicieron, sin duda, un buen trabajo.
«La subvención comunal, que en el sistema napoleónico era excepcional, ha pasado en muchos casos a ser imprescindible»