Ataque a la familia
Las exageraciones en las secuencias de acción distinguen el universo ‘Fast & Furious’, en un continuo crescendo de las cotas de inverosimilitud motorizadas desde que su esencia se transformó y las carreras de coches y los robos dieron paso a las misiones especiales. Una concepción del espectáculo conjugada con el énfasis en los vínculos y la familia, el tema capital. El desfase presenta el inconveniente de que llega un punto en el que lo imposible no sorprende tanto, y el componente emocional pierde eficacia cuando la reiteración y el fondo convencional asoman más de la cuenta. Ambas circunstancias intervienen en ‘Fast & Furious X’, entrega con la que la franquicia inicia su recta final y vuelve a manifestar su propensión a los altibajos. Si la secuela previa, una de las tres mejores del imaginario en torno a Toretto y su clan, deparaba el estímulo, esta décima película entretiene bajo la sombra de lo hueco y de lo irregular.
Entran de nuevo en escena la venganza por parte de un allegado de un villano anterior (un desatado Jason Momoa, a ratos divertido y, a otros, cargante), las alianzas impensables entre enemigos y las reapariciones. Unos rasgos reconocibles menos atrayentes, en buena medida por una historia poco trabajada y con elementos ramplones (lo relacionado con la agencia; algunos de los apuntes de humor). La narración se ve condicionada por el amplísimo reparto, lo que exige que cada actor tenga uno o varios momentos destacados, por el factor de que los personajes van de aquí para allá en distintos países y por el metraje inflado. Tampoco ayuda el tratamiento plano al que tiende Louis Leterrier. En contraste con lo que generan otros filmes del director francés, se echa en falta a Justin Lin, autor clave de la saga.
Los aspectos comentados resienten la implicación pero no la apagan. El pasatiempo se impone según los tramos, las situaciones y lo que despierta la desmesura plasmada.