Viejas recetas mágicas
En la zaragozana imprenta de José Suárez se imprimió en 1849 un curiosísimo ‘Manual de barnices, charoles y vinos’, que contenía las recetas («de todos géneros y de todas materias») más peregrinas, divertidas y sofisticadas que uno pueda imaginar, así como una colección de métodos para solucionar cualquier tipo de problemas, fueran éstos una plaga de insectos que hubiera que destruir o unos escritos secretos que se necesitara descifrar, asunto este último al que dedica una docena de páginas y catorce concienzudas reglas o instrucciones. Todas las recetas o fórmulas están pormenorizadas y se detalla la forma de prepararlas. Así por ejemplo se nos explica cómo hacer el betún («unto para dar lustre a las botas», lo llama) a base de polvos de marfil quemado, azúcar, dos claras de huevo y una botella de cerveza; cómo preparar tinta para escribir, o la forma de dorar sobre pergamino o vitela (trabajo delicado sólo apto para buenos encuadernadores) extrayendo el zumo de algunos ajos y mezclándolo con azafrán en polvo hasta que quede consistente. Con esta composición se frota varias veces el pergamino con un paño limpio y, una vez seco, «se calienta un poco con el aliento, extendiendo en la parte así caliente los panes de oro, de suerte que queden bien sentados y adheridos. Cuando se conozca que no hay humedad, se bruñe y queda dorado».
En el libro se aprende a hacer ron con aguardiente, a quitar las manchas de aceite en el papel con polvos de cal viva, a quitar manchas de tinta en lienzo o paño blanco con ácido oxálico diluido en poca agua, y, como a mitad del siglo XIX parece que aún no se había inventado el ‘loctite’, a pegar los pedazos que se hubieren roto de porcelana, loza fina o cristal, mediante una masa hecha de cal viva, clara de huevo y encarnación: «Se juntan bien los bordes de las piezas rotas, después de haberlos untado con dicha masa, se colocan exactamente el uno sobre el otro y se tienen con los dedos tiempo suficiente hasta que queden ambas partes adheridas». Esto último, desde luego, es lo mismo que se hace hoy en día, con la ventaja de que no se te pegaba el ‘loctite’ en los dedos y evitabas estar no sé cuántos días sin podértelo quitar y jurando en hebreo.
El remedio «casi instantáneo» para bajar la fiebre es tomar un huevo fresco en un vaso de aguardiente y acostarse enseguida; para conservar blancos los dientes lo mejor es la ceniza de papel, que se extenderá con el pulpejo del dedo, pues los cepillos pueden dañar las encías; y para fortificar éstas hay que frotarlas con una mezcla de quina del Perú (seis onzas) y sal amoniaco (media onza). Los que accidentalmente se hayan tragado una avispa deben echarse en la boca una cucharadita de sal común, que matará al insecto y curará la picadura; y para la picadura de víboras u otros animales venenosos, se debe beber una jícara de tamaño regular llena de aguardiente refinado a la que se le añaden veinte granos de pimienta negra bien molida.
También se nos explica cómo mitigar el dolor de las almorranas y el modo de «disipar prontamente el dolor de muelas» echando jengibre, pelitre y pimienta y clavo pulverizados sobre «medio cuartillo de espíritu de vino»; y que debemos tostar y moler altramuces crudos y secos y dárselos a los niños, en ayunas, todas las mañanas y por espacio de siete u ocho días, para quitarles las lombrices.
Con todo, lo mejor son las fórmulas para curar desolladuras en el escroto y para contener la gonorrea -«inmediatamente que aparece, mas no después»- por medio de inyecciones (teniendo desde luego cuidado de que no pasen del cuello de la uretra). En 1849 tampoco necesitaban viajar a Turquía, pues el libro da la clave de cómo hacer nacer el pelo. Y para pasteleros y reposteros interesados, en el libro se explica ya detalladamente el «modo de hacer roscones de Zaragoza». Como ven, hay de todo y para todos. Con libros como éste, el que se aburre es porque quiere.