Cuando el agua cuesta lo que vale y es de todos y de nadie
Las peculiaridades de la eficiente gestión del agua en Israel van mucho más allá de sus localizados riegos, la desalinización del agua del mar o de la gran cantidad de recurso que reutiliza.
El agua es de todos y por eso está considerado un bien público cuya propiedad es del Estado. Las decisiones en torno al líquido elemento, incluidas sus tarifas, las toma la Autoridad Nacional del Agua, un organismo creado en 2007 que funciona de forma totalmente independiente. Lo prueba el hecho de que no se achantara a la hora de tomar una medida claramente impopular pero que ha dado inmejorables resultados. Decidió que los usuarios (ya fuera en el hogar, en el campo o en la industria) tenían que pagar el coste real del agua. No se trataba de incrementar sus ingresos sino de una agresiva campaña de concienciación, que no apelaba a los sentimientos sino al bolsillo, para que los ciudadanos se convencieran de lo preciado del recurso. El atrevimiento no pudo salir mejor y el consumo se redujo nada menos que un 20%.
Solo hay un organismo público que toma decisiones en torno al agua. Y solo es una la empresa –también pública aunque funciona como si fuera privada– la que la gestiona. Lo hace con tal eficiencia que en el viaje del agua por las cañerías a los grifos apenas se fuga un 3%, un porcentaje insignificante si se compara con lo que sucede en la mayoría de los países desarrollados. En España, esta pérdida se eleva al 25%.
Para conseguirlo, la empresa pública echa mano de la tecnología. Todas sus cañerías –y tiene 30.000 kilómetros que recorren todo el país– están monitorizadas todo el día, todos los días de la semana y se disponen de herramientas que pueden detectar las fugas incluso antes de que sean visibles en el exterior.
Israel tiene además una única cuenca hidrográfica –frente a las 14 que existen por ejemplo en España–. Es así porque a pesar de su pequeño tamaño su pluviometría es muy diferente, con una zona norte con lluvias abundantes y una reserva de agua (el mar de Galilea) con una capacidad de 4.400 hectómetros cúbicos–; el centro con precipitaciones razonables pero también con periodos de sequía, y un sur dominado por el desierto en el que pueden pasar años sin caer una gota, pero a pesar de ello el país siempre estuvo convencido de que las zonas con excedentes tienen que abastecer a aquellas en la que hay escasez.
Y en toda esta eficacia juega un papel esencial el convencimiento de la sociedad, que desde la más tiernas infancia –se aprende en el colegio– tiene claro que cada gota de agua cuenta y no se puede desperdiciar.