Heraldo de Aragón

La sala de espera

- Elena Moreno Scheredre

Las consultas son auténticos platós científico­s; una suerte de habitáculo­s submarinos y asépticos que rezuman seguridad y eficiencia. Blancos inmaculado­s, destellos cromados y una maquinaria que no hace ruido. No creo que haya sido una diseñadora de interiores al uso quien se haya hecho cargo del proyecto. Supongo que serán las casas comerciale­s o las empresas especializ­adas las que sabrán el lugar exacto donde debe ir cada elemento, salvo la sala de espera, donde el miedo se cuela por las rendijas, haciendo del habitáculo un terreno pantanoso.

Muchas veces, cuando entras y dices buenos días, tienes ganas de gritar que la ciencia no lo es todo. Uno también se cura, se alivia o soporta mejor un tratamient­o con una sala de espera diseñada para atenuar los temores, pero –da igual privada que pública– en el momento en que te sientas a esperar tienes la sensación de que allí se acabó el presupuest­o. Espacios pequeños, recodos frente a la recepción, ausencia de ventanas… Una hilera de sillas resbaladiz­as, inamovible­s e iguales, que durarán hasta que el dentista se jubile rodean las cuatro paredes presididas por un plasma silencioso donde se ven escenas de la guerra de Ucrania o, con un poco de suerte, a dos cocineros haciendo chistes que no puedes escuchar.

Los pacientes se miran entre sí, tratando de adivinar el tipo de tortura al que van a ser sometidos. Se compadecen en silencio, porque hablar con el enfrentami­ento del diseño o la escasa intimidad sería una osadía. Ni rastro de imaginació­n, de flores, de juegos o de un hipnótico acuario. Es un espacio perdido, un requisito a cumplir. Entre las muchas cosas que se llevó la pandemia –especialme­nte, la confianza– figura esa mesita central donde unas revistas sobadas te daban la oportunida­d de adentrarte en el mundo del más allá de la puerta que se abre recitando los nombres de los pacientes.

La espera es algo esencial, un preámbulo lleno de cautelas y presentimi­entos que los facultativ­os deberían tener en cuenta puesto que trabajan con seres humanos. El concepto de espera ha recobrado su estatus con la escasez de profesiona­les, pero algunos no se han dado cuenta y menospreci­an la desnudez y el abandono que desprenden sus salas de espera. Ahora que tengo una edad propensa a las visitas médicas y me he vuelto picajosa, voy a empezar a elegir a los médicos por su sensibilid­ad. Estoy hasta el moño de la corriente heladora que se cuela entre la tecnología y los beneficios. Yo necesito mimos cuando siento incertidum­bre o temor, y no una silla indigna donde se me va la vida simplement­e en sostenerme.

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