Heraldo de Aragón

Setenta y siete céntimos

- Las naturales por Patricia Esteban Erlés

He buscado en la red cuánto me cobraría un agricultor por la lechuga romana que acabo de pimplarme para comer. Setenta y siete céntimos, me dice el espejito que costaría comprársel­a a quien la plantó, cuidó y arrancó de la tierra antes de llegar a mi cocina. Hoy una querida compañera de trabajo me ha regalado una lechuga inédita en estos tiempos de filtros y espejismos. La lechuga en cuestión ya era formalment­e un anacronism­o: pequeña y de un verde casi olvidado, como iluminado desde dentro y casi amarillo. Mi compañera Carmen ha creído convenient­e disculpars­e por las leves manchitas marrones que lucían los bordes de las hojas. «Es que mi suegro no les pone nada y son naturales del todo, por eso hay que comerlas pronto». Dicho y hecho. He llegado a casa, la he lavado y al plato. Un poco de aceite, vinagre, bien de sal. El magdalenaz­o ha sido mortal de necesidad al primer bocado. Ha crujido la clorofila, he sentido en el paladar el color verde, la frescura de la tierra. Pero también, ay, qué nostalgia, ha vuelto, desenterra­do del recuerdo, uno de aquellos domingos en casa de mi madre. Solo en domingo comíamos ensalada como acompañami­ento de la paella. No había paella más amarilla que la de la Pepa, tengo ese tono exacto guardado en la memoria para siempre, el fondo perfecto para las marciales cigalas que parecían haber caído muy gallardas en medio de un campo de batalla hecho de arroz. Mi hermana y yo llamábamos troncho con mucha propiedad al tallo de aquellas lechugas, siempre romanas, verde claro, imperfecta­s, y nos dábamos de tortas para comérnoslo. El troncho no podía llamarse de otra forma, es una mezcla de tronco y lechuga, pero caigo ahora.

Setenta y siete céntimos. Poco, muy poco me parece.

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