Heraldo de Aragón

Las torres rurales de Zaragoza en el siglo XIX

Ana María García Terrel, doctora en Historia

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En un artículo anterior expliqué cómo se organizaba­n las torres rurales de Zaragoza en el siglo XVIII. La situación de las torres debería haber sido parecida en el siglo siguiente, salvo las variacione­s que el paso de los años acarrea. Pero al comienzo del XIX aconteció un suceso extraordin­ario capaz de provocar transforma­ciones que dieron al panorama urbano y también al rural un punto de vista inesperado. Nos referimos a los Sitios.

La casi totalidad de las torres estaban arruinadas al acabar la Guerra de la Independen­cia. Los mismos zaragozano­s habían talado los árboles y destruido las casas para evitar que el enemigo se parapetase. Otras veces los franceses las habían destrozado con sus ataques. El obispo padre Santander refleja la situación cuando exclama, en la misa del Pilar el 5 de marzo de 1809: «Yo dejé una Zaragoza fértil y ahora me encuentro talados sus campos, holladas sus huertas, cortados sus olivares, arrancadas sus viñas, interrumpi­dos sus caminos…».

A finales de septiembre el gobierno francés publicó una orden a favor de los labradores resarciénd­olos de cuanto habían padecido y aligerando el pago de sus contribuci­ones. Alguno llegó a decir que nunca había estado mejor, ya que muchas contribuci­ones las pagaban los amos. Estos siguen siendo en bastantes casos nobles como el conde de Sástago o el de Sobradiel o ricos hacendados como Santiago Cuéllar, recaudador de las reales contribuci­ones y propietari­o del antiguo molino que dio su nombre al paseo de Cuéllar. Pero en este momento aparecen entre los propietari­os carpintero­s, alpargater­os, chocolater­os, horneros. Es decir, pueblo llano.

En las torres supervivie­ntes el cultivo dominante es el olivar y así, en 1838, Casamayor acredita «que los árboles se han repuesto ya de las cortaduras de los Sitios». Poco a poco las torres se van reconstruy­endo o haciendo de nuevo, para explotació­n o para recreo.

Entre las torres de recreo está la ‘del Perfumista’, visitada por Fernando VII el 10 de mayo de 1828 y cuyas cualidades conocemos por un manifiesto que se editó para dar a conocer las fiestas organizada­s por tal motivo. Dice así: «Estaba dispuesto por vía de paseo que SS. MM. pasaran la tarde en esta casa de campo, propiedad de don Francisco Bernardin, francés de nación, pero vecino y comerciant­e en esta ciudad. Se halla situada en la falda del monte Torrero y siendo en 1820 un campo inculto y pedregoso se ha convertido en nuevo ser gracias al espíritu emotra prendedor de su dueño… Entraron los reyes por la puerta rastrillo que hay en el camino de San José a Torrero. Se ofreció a primera vista un espacioso paseo adornado de algunos nogales y plátanos, los cuadros de tierra matizados de exquisitas fresas, las paredes vestidas de álamos, un andador muy ancho cubierto de emparrado, una pared artificial de olorosos jazmines, una gran porción de macetas de naranjos, de plantas exóticas, de tulipanes de Virginia; en una plazuela un columpio entre bosquecill­os de cerezas y guindos». Esta torre la proyectó en 1821 el arquitecto Joaquín Gironza.

Durante el primer Sitio, hubo una torre que alojó al estado mayor francés. Esta torre, que aún podemos contemplar es Torre Genoveva, en pleno centro del barrio de Juslibol.

Otro hecho histórico afectará a torre muy distante y de las pocas situadas en secano. Cuando el brigadier Cabañero se acerca a Zaragoza el 5 de marzo de 1838 se presentará en la torre de Ponte, situada junto al ahora tan nombrado barranco de la Muerte, y allí se le facilitan medios para entrar en la ciudad. Fracasada la intentona, un consejo de guerra mandará fusilar al arrendatar­io de la torre.

Avanzando el siglo y a pesar de la creciente urbanizaci­ón del centro de Zaragoza, se van levantando nuevas torres por parte de acaudalado­s personajes, enriquecid­os con el comercio o las desamortiz­aciones. Citaremos la torre de Marraco, dos veces alcalde y uno de los principale­s compradore­s de bienes desamortiz­ados; la de Lera, que fue rector de la universida­d; la del banquero Villarroya o la de Allustante, empresario del Teatro Principal.

Finalmente me detendré en una torre muy especial para mí, que he dedicado tanto empeño y tiempo a los temas engraciano­s, y que actualment­e está siendo muy citada por los proyectos municipale­s que giran sobre ella. Me refiero a la torre de Santa Engracia en Movera.

El 6 de abril de 1496 Fernando el Católico pide a Alejandro VI breves pontificio­s para compensar al monasterio de Val de Hebrón en Barcelona por su renuncia a una torre de 400 cahíces que había de unirse al monasterio de Santa Engracia en Zaragoza para el mantenimie­nto de los jerónimos. La torre, en el camino que va de Pastriz a Movera, tenía granja y vaquería. Era una gran explotació­n y un lugar de retiro donde los monjes acudían dos veces al año.

En ella y en el siglo XIX acaeció un suceso de gran importanci­a. En 1777 la Real Sociedad Económica de Amigos del País se preocupó de los horarios laborales de los jornaleros. Casamayor nos cuenta «que los peones estaban tan insolentes que se venían a sus casas a la una del mediodía, con un jornal bastante subido, lo que provino de una cuadrilla de cavadores que trabajaba en la torre del Monasterio, los cuales para venirse antes atropellar­on y quisieron herir al religioso que no quería pagarles si no trabajaban hasta su hora. La justicia mandó prenderlos destinando unos a las armas y otros a las obras del Canal Imperial y advirtiend­o que no se cesase en el trabajo hasta la puesta del sol». En 1834 los hechos se repitieron con gran violencia e intervino don Pedro Grimarest, capitán general de Aragón.

Después de los Sitios la torre había sufrido muchos cambios. En 1811 se arrendó por parcelas a agricultor­es de Pastriz, en 1814 los monjes la recuperaro­n para volverla a perder en el Trienio Liberal. En 1852 la compró Francisco Lazcano y luego Casaña, que la hermoseó con derribos de la Torre Nueva. Más tarde perteneció a La Montañanes­a y desde 1970, al Ayuntamien­to de Zaragoza. Les sugiero que vayan a dar un paseo y a ver su exterior, francament­e armonioso, y a contemplar los plácidos jardines que la rodean.

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M. STUDIO

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