Las decisiones temerarias en la defensa, un vicio a eliminar
Víctor Fernández, feliz por la mejoría en ataque ante el Tenerife, admite este problema que pudo ser fatal: «Cometimos errores tremendos que tendremos que corregir» El equipo está más para despejar con pelotazos que para jugar con riesgo
ZARAGOZA. Todo disfrute tiene su penitencia. Toda mejoría acarrea su contrapunto. Y de eso no escapa el Real Zaragoza que, bajo los criterios tácticos y de filosofía futbolística de Víctor Fernández, ganó 3-1 anteayer domingo al Tenerife en La Romareda y disolvió así una grave crisis que lo tenía colapsado durante casi dos meses, con grave riesgo de caer a la zona de descenso a Primera RFEF.
En una tarde crucial, donde ganar era obligado para evitar problemas severos de mucha gravedad a futuro, los agujeros defensivos fueron estruendosos en varios pasajes del duelo. Tanto como la feliz mejoría en los procesos de fabricación de jugadas de ataque y, sobre todo, de remates potables en el área rival que acabaron gestando hasta tres goles válidos (hubo un cuarto, anulado por un fuera de juego que se le puede discutir, vía civil, penal o administrativa al videoarbitrajeVAR) y un penalti como los Mallos de Riglos de grande que, asimismo, el numeroso equipo arbitral (entre unos y otros dan casi para un once inicial paralelo) no quiso-pudo-supo apreciar como tal y se fue al limbo.
Si en la tarde dominical, tras la victoria trascendental, ya se subrayó como positivo el cambio de actitud y de modales del Real Zaragoza ante los canarios, todo bajo la batuta de los viejos métodos vistosos de Víctor que tan bien mezclan con la idiosincrasia futbolística de la afición zaragocista de siempre, el paso de las horas insta a ponderar igualmente la honrada actitud del entrenador del barrio Oliver en el –siempre difícil de– plano de la autocrítica. Fernández, en la misma rueda de prensa pos partido en La Romareda, ya señaló el peligroso inconveniente que manifestó el equipo en el manejo del balón en las zonas delicadas y de máximo riesgo en la parcela defensiva.
No la dejó ni botar. No quiso que nadie se lo tirase a la cara desde la bancada de prensa. Fue él, ‘motu proprio’, el que se adelantó a la crítica, antes de irse incluso a su casa a descansar. «Estoy agotado», transmitió. Con 63 años, sabiendo cómo se ve y se paladea el fútbol en Zaragoza desde hace más de medio siglo, a estas alturas no lo va a coger ningún toro. «No quiero ser crítico», dijo a modo de preámbulo del aviso para navegantes que iba a lanzar al vestuario. «Pero dentro del propio partido ha habido contrastes tremendos, algo que tendremos que corregir. Lo importante era ganar, pero cometimos errores descomunales que en la intimidad los corregiremos», advirtió cuando se refirió, sin entrar en detalles, a las gravísimas pifias en la faceta defensiva que pudieron costar la victoria y que, milagrosamente (quizá fue la famosa ‘flor de Víctor Fernández’), no penalizaron al equipo y, de paso, a los sujetos que las cometieron.
Moya, Mouriño y Jair, en la foto Si ya es serio el inconveniente de que el rival, aprovechando la vocación ofensiva ordenada por Víctor al equipo, sorprenda varias veces a las espaldas de los centrales (Francés y Jair) en jugadas elaboradas por los adversarios, la cuestión se agrava si los donantes de los últimos pases que originan las ocasiones de gol son los propios futbolistas del Real Zaragoza. Y eso, ante el Tenerife, sucedió hasta en tres ocasiones.
La primera, a modo de aviso de lo que venía en esta tarde tan singular, la protagonizó el medio centro Moya. En el minuto 6, en una salida desde atrás del todo del equipo zaragocista, el centrocampista manejaba la pelota por la zona izquierda, aún en campo propio. En el afán de mover rápido la pelota en busca del factor sorpresa que ayude a llevar balones en condiciones a los delanteros (nuevo mandato de Víctor, que no quiere parsimonias ni pases inútiles en la zona de nadie), Moya se revolvió y, sin mirar, echó el pase atrás... entregándole el balón a Waldo Rubio. El punta tinerfeñista avanzó solo, con el Zaragoza a contrapié, y chutó desde la corona del área. Afortunadamente para Moya y el equipo, el tiro se fue por encima del larguero.
La segunda metedura de pata fue la de Mouriño en el minuto 17. Se enamoró de sí mismo, en una acción pegada a la banda, junto a los banquillos, con dos molinetes, regates en corto espacio aplaudidos por la grada, que lo acabaron perfilando hacia la portería de Badía. Y al uruguayo se le ocurrió descargar la pelota hacia atrás... dándosela a Ángel para que se fuera solo hacia el marco. Menos