Una de casas
En los últimos días he disfrutado mucho, como domófila irredenta que soy, con la lectura del libro ‘Infestación’. Una historia cultural de las casas encantadas, de Érica Couto-Ferreira. Armada de un afilado bolígrafo y un cuaderno, me sumergí en el sugerente análisis que construye la autora, desgranando la evolución que experimenta el edificio doméstico inglés y norteamericano a partir del siglo XVIII.
Es interesante comprobar que apenas pensamos en los lugares donde transcurren nuestras vidas, inquietante pararse a concluir que nuestras casas mutan, casi como organismos sintientes, adaptándose a los nuevos tiempos, convirtiéndose en espejos (¿o cabría pensar que es justo al revés?) de sus habitantes. Ese recorrido histórico, trufado de repercusiones sociológicas que se apuntalan con un sustancial aporte bibliográfico, se completa con el no menos nutritivo estudio literario de mansiones sombrías que debemos a autores y autoras como Poe y Shirley Jackson, entre otros muchos creadores de vecindarios inolvidables en el peor sentido de la palabra. De esta forma advertimos que una casa no es una casa, no una sola, al menos. Vivimos entre sus cuatro paredes, nos resguardamos en ella del exterior, de la hostilidad que intuimos o fabulamos en los otros. Reflejan nuestra esencia, son un símbolo del lugar que ocupamos en la sociedad. Pero esa dimensión prosaica, realista, de la vivienda humana se amplía en ‘Infestación’ con el estimulante comentario de cuentos y novelas que la entienden como metáfora del cerebro humano o personaje actante, incluso. Y es que las casas son espacios infestados, hospitalarios con los fantasmas que vuelven del pasado y con aquellos otros que cada cual porta consigo allá donde vaya.