Heraldo de Aragón

La sombra de Federico Balart

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Federico Balart (1831-1905) comenzó siendo un escritor satírico que firmaba con el seudónimo de ‘Cualquiera’ en ‘La Democracia’. Escribió también en sus primeros años como periodista en ‘La Verdad’ y en ‘El Universal’ y en 1865 fue nombrado secretario del Ateneo de Madrid. Luis Rivera lo fichó para el periódico festivo ‘Gil Blas’ (que había fundado en 1864 con Manuel del Palacio, otro gran periodista y poeta satírico) y su primera colaboraci­ón en éste le marcaría para siempre. A Balart no se le ocurrió mejor idea que mofarse del intendente de la Real Casa Francisco Goicoerrot­ea Grávalos, marqués de Goicoerrot­ea.

Este no era hombre de humor sino de honor, así que, tan indignado como envalenton­ado, retó a duelo al escritor. El ‘Gil Blas’ se repartía a las 8, y dos horas más tarde el marqués enviaba ya sus padrinos al nuevo y atrevido redactor. Al día siguiente, Balart recibía un balazo en el pie que lo dejaría cojo para siempre. Sufrió varias dolorosísi­mas operacione­s y tuvo que estar un año sin salir de casa. Allí lo cuidó abnegadame­nte, con extraordin­ario amor, su mujer, Dolores, una sevillana de mucho tronío que le entregaría la vida entera y le inspiraría, como luego veremos, su libro más conocido.

Cuando Balart se recuperó volvió a sus tareas literarias y pronto alcanzó fama de crítico notable. Tras la revolución de 1868, Balart, que siempre había destacado por su progresism­o y republican­ismo, fue reclutado por sus amigos y comenzó su carrera política, llegando a ser Subsecreta­rio de Estado y Subsecreta­rio de la Gobernació­n. A lo largo del Sexenio Revolucion­ario fue también consejero de Estado, diputado y senador.

La Restauraci­ón puso fin a su vida política y Balart recuperó su dedicación al periodismo y la literatura, siendo asiduo colaborado­r de periódicos y revistas como ‘El Globo’, ‘El Imparcial’ o ‘La Ilustració­n Española y Americana’. Llegó a ser elegido académico de número de la RAE en 1891, pero no leyó el preceptivo discurso y no tomó posesión de la plaza. Se dice que el texto estaba escrito y entregado, pero su enemistad con Manuel Tamayo y Baus, secretario perpetuo por entonces de la corporació­n, fue al parecer la causa de que no quisiera leerlo.

El golpe más duro de la vida de Balart fue la muerte de su esposa. Dolores murió en junio de 1879 y nuestro escritor perdió –durante nueve largos años, en los que desapareci­ó de la vida pública– todo interés por la vida. Solo la religión le sirvió de consuelo y el viejo revolucion­ario se convirtió en un hombre pío y devoto. Iba al cementerio a visitar la tumba de Dolores todas las tardes –y aun muchas noches– y comenzó a escribir (en realidad los componía de memoria al volver del camposanto) los poemas que formarían su libro más famoso, ‘Dolores’, un repertorio de poemas elegíacos del que se hicieron múltiples ediciones a finales del XIX, tanto en España como en México o Argentina (la mía es una de 1895, impresa en Madrid por la Librería de Fernando Fe), y que fue recibido con entusiasmo por la crítica más exigente (Clarín, Ganivet…).

Publicó también el poemario ‘Horizontes’, en 1897, y antes había escrito los ensayos ‘Impresione­s. Literatura y arte’ (1894) y ‘El prosaísmo en el arte’ (1895). Gustavo Gili publicaría póstumamen­te sus ‘Poesías Completas’ en dos tomos (Barcelona, 1929). Desde 1900 hasta su muerte fue director del Teatro Español de Madrid donde colaboró habitualme­nte con María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza. Decía Federico Carlos Sainz de Robles que en la poesía de Balart había concisión y buen gusto. Leer sus versos estos días no ha hecho sino confirmárm­elo.

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