Josefina Carabias en Francia
Durante años leí mucho en el HERALDO a Josefina Carabias. Sus artículos se publicaban en distintos periódicos españoles y era un lujo ver su firma (como ocurrió luego también con la de Francisco Umbral) en el periódico que yo leía en casa de mis padres todos los días. Uno era entonces muy joven y apenas sabía nada de ella. Luego ya aprendí que era la mujer de José Rico Godoy (uno de los sublevados que viajaron de Madrid a Jaca en 1930 para unirse a la sublevación de Galán y García Hernández), que se exilió con él en Francia tras la guerra, que se tuvo que guarecer durante años bajo el seudónimo de Carmen Moreno, y que se pasó mucho tiempo de corresponsal de prensa en el extranjero, primero del periódico ‘Informaciones’ en Washington, y luego del ‘Ya’ en París.
Pero por entonces sólo la leía en la prensa. Tardé años en leer libros suyos. El primero fue ‘1878’, una crónica periodística de lo que ocurrió aquel año, que le publicó, por primera vez con su verdadero nombre, Revista de Occidente en 1945; y el segundo, mucho más interesante, ‘Azaña: los que le llamábamos don Manuel’, que tuvo una notable acogida, aunque Josefina nunca llegaría a saberlo, pues murió en septiembre de 1980, cuando el libro estaba en imprenta. Lo editó Plaza y Janés, y con lo de ‘notable acogida’ tal vez me he quedado corto, pues el ejemplar que leí –y que conservo– es una tercera edición (sí, lo sé, impropio de mí) de noviembre de ese mismo año; o sea, que al menos se publicaron tres ediciones en un par de meses.
También en 1945 (aunque el libro carece de fecha de impresión) publicó en Madrid, todavía con el seudónimo de Carmen Moreno, el tercero de los libros suyos que conozco. Se trata de ‘Los alemanes en Francia vistos por una española’, un libro en el que cuenta la vida cotidiana durante la ocupación, aunque por razones evidentes no se atreve a criticar abiertamente a los nazis, pues en tal caso el libro no habría podido publicarse en aquella España totalitaria y amiga del nacionalsocialismo.
Ese es el libro en el que cuenta la famosa corrida de toros que se organizó en Bayona para las tropas alemanas. Le avisó de ella a Carabias el dueño del hotel donde ésta se hospedaba en Biarritz y le dijo que sería una gran corrida en la que participarían algunos de los mejores toreros españoles. Todo sin embargo fue una farsa lamentable: los matadores («unos hombrecitos pequeños y tan pálidos los pobres que daban una pena horrorosa») eran todos desconocidos, aunque les habían puesto sobrenombres famosos para tratar de confundir al personal: ‘Gitanillo de Triana IV’, ‘El Lalandita’ y ‘Manolete III’; la plaza de Bayona parecía una reunión del Reichstag («allí sólo había uniformes alemanes y los soldados estaban tan firmes, tan rígidos y tan circunspectos como si se dispusiesen a escuchar un discurso de su Führer») y, mientras la lluvia caía y caía sin parar, un locutor iba ‘explicando’ en alemán la corrida con un altavoz y señalaba cuándo había que aplaudir y cuándo había que silbar. Los alemanes, al oír esto último, silbaron todos a una ‘Lili Marlen’, con lo que el disparate llegó al paroxismo. En otra ocasión, el locutor anunció que lo que acababan de ver era tan bueno que en España los espectadores lanzaban sus sombreros al ruedo. Pero en ese caso, los soldados alemanes «se llevaron sus manos a las gorras, pero ninguno se decidió a tirársela al toro». Dos de los toros fueron tan mal estoqueados que los devolvieron vivos a los corrales, aunque ningún alemán entendió las explicaciones del ‘speaker’, pues «se volvían locos aplaudiendo» a los desgraciados cornúpetas que desaparecían de la plaza sin que nadie supiera adónde y por qué se iban.
Carabias no asistió a la corrida, pero sí una amiga suya inglesa, Diana Halton, que fue quien se la contó con todo detalle. Y Carabias escribió: «Ella sabía que las corridas de toros significaban una atrocidad, un espectáculo sanguinario y cruel en el que se maltrataba sin piedad a los pobres animales». Escribir eso en la España de 1945 tenía su mérito.