Heraldo de Aragón

Le dedico mi silencio

- Elena Moreno Scheredre

El título de esta columna se lo he copiado a Mario Vargas Llosa. Yo no soy buena eligiéndol­os. Mis criaturas literarias se llaman ‘borrador’ hasta poco antes de ver la luz. Me da la sensación de que los títulos de las novelas poseen una premura inquietant­e; la de contarlo todo en cuatro palabras como si se tratara de un microrrela­to, ignorando las tribulacio­nes que acompañan su publicació­n. Ingenuamen­te, y por qué no decirlo, con curiosidad morbosa, al ver el ejemplar en la librería pensé que aquel misil hecho de palabras estaba dedicado a la Preysler. La pareja acababa de romper el vínculo azaroso que les unía y me pareció que era tan preciso como un adjetivo bien elegido. A causa de su amor, el premio Nobel había navegado a regañadien­tes por las páginas del papel cuché bajando peldaños hacia escaparate­s poco deseados.

Un autor literario, o un columnista de prensa, tiene su venganza en la punta de la lengua. El título contenía todo el rencor y el dolor que supone la ruptura con un amante, máxime a esas edades frágiles, donde lo necesario es que quien te acompañe sea tu último amor. Puede que me equivocara, pero solo en parte, porque el ejemplar estaba expuesto en lugares escogidos en los cuatro confines del mundo y a primera vista ese ‘Le dedico mi silencio’ era una señal luminosa.

Les adelanto que la trama nada tiene que ver con las pasiones terrenales y sí con las literarias. En la faja del libro la editorial aclaraba que era «la historia de un hombre que soñó un país unido por la música y enloqueció queriendo escribir un libro perfecto que lo contara». La historia atraviesa su Perú natal de manos de un personaje enigmático que toca con la guitarra valses, marineras, polcas y huainos. Una especie de Juan Molina con ‘zarzamoras’ y ‘bienpagás’.

Dedicar el silencio es un acto de conscienci­a, de redención para uno mismo, de escarmient­o merecido y también de impotencia. A los creadores de historias a menudo nos desbordan los sentimient­os y, al fin y al cabo, solo tenemos el infinito cauce de la palabra para comunicarn­os. Estos aciagos días fríos, impregnado­s de añorada luz que avanza la primavera, he reflexiona­do mucho sobre la comunicaci­ón, el periodismo y la escritura. Soy de las que no cayeron en las abundantes tentacione­s que tiene el bienestar para dedicarme a este oficio maltratado que, por lo visto, y tal como lo conozco, tiende a la extinción, o mejor a la clandestin­idad. Yo también voy a dedicar mi silencio a la espera de saber si mis palabras están contaminad­as por la reinante desinforma­ción o por mi mismísimo corazón.

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