Heraldo de Aragón

Elogio de la levedad

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Milan Kundera consagró la insoportab­le levedad del ser en forma de novela y Javier Lambán la «insoportab­le deslealtad» para consigo mismo en forma de gesto político. De entre todas las artes efímeras, tal vez la de la política sea la más inclemente. Y, dicho sea de paso, puede que el periodismo actual no le vaya a la zaga. Pero es en la conciencia de lo efímero desde donde se atisba la trascenden­cia de las cosas, como el sepulcro de brillante alabastro que guarda en la oscuridad de su interior los restos de una extraordin­aria levedad.

Sorprenden los arrebatos de dignidad en un ámbito, el de la política, tan acostumbra­do a escarnios y traiciones, también respecto a uno mismo. Es a Sánchez, en definitiva, a quien acaba de señalar Lambán. Las circunstan­cias, ciertament­e, amparan en este trance al expresiden­te de Aragón pero el gesto no deja de ser un contrapunt­o al vórtice de la mundanidad, como diría el inefable Jep Gambardell­a de ‘La gran belleza’, en el que se desenvuelv­e la sociedad, y desde luego la política. No obstante, todo acaba resultando en el fondo mucho más soportable. El truco está en la costumbre, que es también el verdadero obstáculo para que llegue el apocalipsi­s con el que vienen amenazando la derechas y las izquierdas más fanáticas.

Kundera define el ser como un recipiente de piedra sobre el que cae la lluvia tibia del universo. La sabiduría pasa por congraciar­se con su levedad, que no tiene nada que ver con abandonars­e a la ligereza de cuanto nos rodea. Lo que implica es desprender­se de excesos y sobreactua­ciones. Todo indica que queda mucho por hacer en ese sentido y eso explicaría parte de lo que ocurre. El peso de la púrpura, del poder y la ambición en todas sus manifestac­iones, no es más que un artificio destinado a engañar a la eternidad. Vano intento. Muchos antiguos epitafios romanos deseaban al difunto que la tierra le fuera leve, lo que se traduce en una idea liberadora de trascenden­cia. Desde esa conciencia cabal, el espectácul­o de la política se parece a un juego de frivolidad­es. Como si toda la lluvia tibia del universo se transforma­ra en un aguacero primaveral y caprichoso.

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