Historia de Iberia Vieja Monográfico
La visión divina del atentado
Que no manifestara públicamente perturbación ni sufrimiento no quiere
decir que no los padeciera
PARA ISABEL el atentado contra su esposo no fue una acción cualquiera producto del azar o de la voluntad de un fanático, sino un mensaje de Dios. En un contexto mesiánico y providencialista tan acentuado como el que rodeó su existencia, la reina tuvo siempre un papel protagonista, así que, inevitablemente, cualquier episodio de su vida era interpretado en clave moral o teológica: “Parece más cosa hecha de Dios, que nos quiso castigar con más piedad que yo merezco” porque “esta era una de las penas que yo sentía, ver al Rey padecer lo que yo merecía, no mereciéndolo él, que pagaba por mí”. apodada “la Beltraneja”. Ante lo cual, Isabel resultaba una rival incómoda y principal moneda de cambio entre los bandos nobiliarios. Entonces, la joven Isabel resolvió recluirse en el alcázar de Segovia mientras otros decidían su suerte. Tiempo después, en 1471, la princesa reconocerá en una carta dirigida a su hermanastro que sintió desamparo, mucho miedo y solo encontró consuelo en la oración: “Me quedé en mi palacio por salir de su guarda [la reina Juana] deshonesta para mi honra y peligrosa para mi vida”, acudiendo “a la gracia de Dios que fue para mí, mayor guarda que la que yo en el rey tenía ni en la reina”.
Pero el testimonio que más nos descubre la psicología de Isabel fue su reacción ante el atentado sufrido por su marido el 7 de diciembre de 1492. Estando Fernando el Católico en Barcelona fue agredido por Juan Cañamás con una espada que atravesó el cuello del monarca y le tuvo en cama varios días hasta que la herida cicatrizó. Isabel comparte con su confesor Hernando de Talavera la angustia vivida ante tal suceso y del mismo extrae varias consecuencias. En primer lugar, la agresión le hizo tomar violenta consciencia de su fragilidad como ser humano: “Pues vemos que los reyes pueden morir de cualquier desastre, como los otros, razón es de aparejar a bien morir”. Contemplando así el rostro de su propia muerte, Isabel quiso estar preparada para esa
última hora y ordenó pagar todas las deudas pendientes. Porque, aunque nunca olvidó que ese momento final llegaría, “antes como cosa muy sin duda la pensaba muchas veces, y la grandeza y prosperidad me lo hacía más pensar y temer”, sin embargo, “hay muy gran diferencia de creerlo y pensarlo a gustarlo”.
La puñalada al rey Fernando, Isabel la sintió en carne propia y, sin embargo, no fue la única ocasión en la cual el cuerpo de la reina nos habla. LAS CUATRO CUCHILLADAS Andrés Bernáldez advierte que “el primer cuchillo de dolor que traspasó el ánima de la reina doña Isabel fue la muerte del príncipe. El segundo fue la muerte de doña Isabel, su primera hija, reina de Portugal. El tercer cuchillo de dolor fue la muerte de don Miguel, su nieto, que ya con él se consolaban. E desde estos tiempos vivió sin placer la dicha reina doña Isabel, muy necesaria en Castilla, e se acortó su vida e su salud.” Ciertamente, este reguero de fallecimientos debilitó a Isabel, por mucho que mantuviera plenamente su lucidez hasta sus últimos días. Con cada muerte se iba un hijo y también un proyecto político puesto que todos estaban involucrados en alianzas internacionales o sucesiones a algún trono.
La cuarta cuchillada no enumerada por Bernáldez sería su hija Juana, cuyo carácter inestable llenaba de preocupación a Isabel. Estando la reina con fiebre y ya en fechas tan próximas a su fallecimiento como el año 1503 acudió a visitarla y se dio perfecta cuenta de la incipiente locura de la heredera: “Yo vine aquí, con más trabajo y prisa, y haciendo mayores jornadas de las que para mi salud convenía. Y aunque le envié decir que yo venía a posar con ella, rogándole que se volviera a su aposento hasta que vine yo y la metí. Y entonces ella me habló tan reciamente, de palabras de tanto desacatamiento y tan fuera de lo que hija debe decir a su madre que si ya no viera la disposición en que ella estaba, yo no se las sufriera de ninguna manera”. Será aquí donde asomará, por última vez, la madre resignada, la mujer afligida e impotente, pese a tener en sus manos el máximo poder que jamás una dama tuvo nunca en la península.
El reguero de fallecimientos debilitó a Isabel, por mucho que mantuviera la lucidez hasta sus últimos días