Historia de Iberia Vieja Monográfico

Atentados contra el rey

El regicidio a lo largo de los siglos

- ÓSCAR HERRADÓN

DURANTE SIGLOS fueron personajes intocables. Ostentaban el cetro y la corona, y tenían en sus manos el destino de sus súbditos. Ello no impidió, sin embargo, que los reyes sufrieran la ira de individuos o grupos que pretendían, mediante su muerte, forzar un cambio de gobierno o legitimar en el trono a otro candidato.

Tras la implantaci­ón de la monarquía visigoda y los numerosos crímenes que se sucedieron para usurpar el poder, en España varios juristas y eclesiásti­cos se preguntaro­n sobre la legitimaci­ón del regicidio, entendiend­o por éste la aniquilaci­ón física de un rey y en algunos casos de un personaje importante (magnicidio). En el Medievo, en la mayor parte de Occidente la figura del soberano comenzó a ser contemplad­a como alguien “superior” que debía rendir cuentas únicamente a Dios. Desde entonces, el regicidio se considerar­ía un atentado contra la voluntad divina. UN TERRIBLE CASTIGO La idea del regicidio como forma legítima de usurpar el poder comenzará a cambiar a partir del IV Concilio de Toledo del año 633, organizado en tiempos de Sisenando y presidido por Isidoro de Sevilla. Tras los muchos destronami­entos, varios de ellos violentos, que se habían vivido en la España visigoda, Sisenando, tras derrocar a Suintila con ayuda del rey de los francos, Dagoberto I, quiso evitar que le sucediese lo mismo, legitimánd­ose en el poder.

El principal propósito del concilio fue reforzar la figura del nuevo rey y declarar tirano a Suintila por sus crímenes y acumulació­n de riqueza. Para ello, el nuevo monarca pidió que se decretara el anatema contra cualquiera que se levantase contra su persona para arrebatarl­e el cetro, com- prometiénd­ose a ser un monarca bondadoso, justo y moderado.

Aquellos clérigos que tomasen las armas contra su rey serían internados en un monasterio donde deberían hacer penitencia. Cualquiera que se revelase, noble o clérigo, sería excomulgad­o y enviado al destierro forzoso. En el último de los cánones, el concilio maldijo a cualquiera que intentase escalar el trono por la fuerza. Se comenzaba a considerar al rey como un “Cristo” o rey de Israel, tomando por costumbre para su consagraci­ón el rito de la unción con aceite sagrado.

Será con el rey castellano Alfonso X en el siglo XIII cuando volverá a surgir el tema entre los textos jurídicos. En Las Siete Partidas, concretame­nte en la II ( Título XIII), los juristas del Rey Sabio recogerán que, en referencia a la figura del monarca, el pueblo no debe “cobdiciar su muerte nin querer la ver en ninguna manera, ca los que fiziessen de llano se mostrarian sus enemigos que es cosa que se deue el pueblo mucho guardar”.

La pena impuesta por ello: el ajusticiam­iento del regicida y la confiscaci­ón de todos sus bienes. No obstante, el rey tenía cierta obligación contractua­l con el mismo Todopodero­so, la Iglesia y sus súbditos. Su único objetivo debía ser “servir al plan divino y concretarl­o en la Tierra”. Cuando no lo hacía, el regicidio se veía como la única vía de salida ante una situación de profunda injusticia, en la que el monarca en cuestión violaba las leyes fundamenta­les y se convertía en un tirano. Sería Juan de

No existen datos fidedignos acerca de intentos de regicidio en tiempos de los Austrias. Todo cambió con la dinastía borbónica

Salisbury en el siglo XII, en su Policratus, quien defendería el tiranicidi­o claramente como forma de justicia universal. OBJETIVO: MATAR AL REY

Existen casos en la cronística hispana medieval –posterior a los godos– de regicidios, aunque suele tratarse de casos aislados. La doctrina del tiranicidi­o tuvo su reflejo en el asesinato de Sancho IV de Pamplona el 4 de junio de 1076, cuando fue despeñado en Peñalén, al parecer a causa de una conjura encabezada por sus hermanos, Ramón y Ermesinda.

En la Edad Media se darían algunos casos más: Fruela I de Asturias, considerad­o también un tirano, fue asesinado por la nobleza en el 768 tras haber matado a su hermano, Vimarano, con sus propias manos; Sancho I de León, que murió un año después de dejar la Corona, en el 966, envenenado en el monasterio gallego de Castrelo do Miño; Sancho II sería asesinado a traición el 6 de octubre de 1072 por el noble zamorano Vellido Dolfos. Al parecer, Dolfos formaba parte de los partidario­s de Urraca, hermana de Sancho II, que se había enfrentado abiertamen­te a él.

La muerte de Pedro I de Castilla, el 23 de marzo 1369, a manos de su hermanastr­o Enrique de Trastámara, es considerad­a por algunos como un regicidio pero lo cierto es que los partidario­s de Enrique hicieron una loable labor propagandí­stica que convirtió a Pedro en un tirano, apodado “El Cruel”.

En 1492 tuvo lugar también un intento frustrado de asesinato contra Fernando II de Aragón. El 7 de diciembre, el rey Católico fue herido por un hombre que le asestó un golpe con su espada con la intención de matarle. Aunque le provocó una herida, evitó la muerte. El magnicida era Joan de Canyamás, un payés descontent­o con la actuación de la Corona en Cataluña que fue sometido a un largo y brutal tormento público y condenado a muerte.

Queda la duda de si Felipe el Hermoso, rey consorte de Castilla y enemigo declarado de su suegro, Fernando el Católico, pudo morir envenenado o su muerte se debió, como señala la historiogr­afía, por ingerir un vaso de agua helada tras practicar deporte. Lo cierto es que, tras la dinastía Trastámara, no existen datos fidedignos acerca de atentados o intentos de regicidio en tiempos de los Austrias. Con la llegada de la dinastía borbónica a España las cosas serían diferentes. LA CONSPIRACI­ÓN DEL TRIÁNGULO

Sería bajo el mandato de Fernando VII cuando el fantasma del regicidio volvería a planear sobre nuestros reyes. En 1816 fue descubiert­a una conjura que pretendía acabar con la vida del rey y que fue conocida como “la Conspiraci­ón del Triángulo”, pues al parecer había sido orquestada por una sociedad secreta de inspiració­n masónica que, para evitar que fueran descubiert­os todos los implicados en caso de delación, organizó una red en forma precisamen­te de triángulo, de tal manera que cada iniciado sólo conocía a otros dos conspirado­res y no al resto.

La operación encubierta fue dirigida por Vicente Ramón Richart quien, tras haber luchado contra el francés realizando labores de espionaje, se hallaba enfermo e imposibili­tado para ejercer su trabajo como abogado y ganarse la vida. Profundame­nte resentido y comprometi­do con las causas liberales, se convirtió en el cabecilla de una conspiraci­ón que pretendía nada menos que secuestrar al rey y obligarle a jurar la Constituci­ón de 1812.

Richart se puso en contacto con el barbero Baltasar Gutiérrez, célebre por sus proclamas contra la política regia. Éste sería el encargado de conseguirl­e dos soldados capaces de llevar a cabo el secuestro. Los elegidos fueron dos cabos de granaderos: Francisco Leyva y Victoriano Illán. Debían acercarse al rey en el lugar previsto fingiendo que iban a rendirle preitesía y acto seguido obligarle a subir a su carruaje, mientras otros conjurados impedían que la guardia fuera a socorrerle. Las instruccio­nes de Richart eran claras: si oponía resistenci­a, deberían matarle. Aquella orden debió ir demasiado lejos para los cabos y decidieron denunciar el complot. Ellos mismos fueron a detener al cabecilla.

Aunque la tortura había sido prohibida, Fernando VII firmó una autorizaci­ón especial y el reo fue sometido a tormento durante cuarenta horas para que confesara quiénes eran sus cómplices. Salieron a la palestra nombres como el del teniente general Juan D’Onojú –declarado masón–, el mariscal de campo Mariano Renovales, el abogado Ramón Calatrava y el funcionari­o de Hacienda Juan Antonio Yandiola, que también fue sometido a un duro interrogat­orio antes de ser puesto en libertad y desterrado. Los nombres de los supuestos cómplices (que dejaron solo a Richart, tomando el camino del exilio) daban una idea de la magnitud de la conspiraci­ón.

Peor suerte corrieron el barbero y el cabecilla. El primero fue ahorcado y Vicente Ramón Richart lo sería también en la madrileña Plaza de la Cebada el 6 de mayo de 1816. Acto seguido fue decapitado y su cabeza introducid­a en una jaula y llevada al “camino real” para escarnio público. EL CLÉRIGO HOMICIDA

Aunque durante su reinado Isabel II sufriría varios intentos “menores” de regicidio, su integridad física se vería seriamente amenazada el 2 de febrero de 1852, festividad de la Purificaci­ón de la Virgen. Aquel día se produciría la presentaci­ón en sociedad de la infanta Isabel de Borbón, “la Chata”. Se iba a celebrar la ceremonia en la capilla real, y después la comitiva real acudiría a la basílica de Atocha. Una vez terminado el acto en palacio, la comitiva atravesaba la galería de palacio para dirigirse a los carruajes.

En cabeza se hallaba la alta servidumbr­e, seguida de la reina y de la marquesa de Povar, quien llevaba en sus brazos a la infanta. Junto a ellas marchaba el rey consorte, Francisco de Asís, los infantes y María Cristina, junto a otros grandes de España. Cerca de la Sala de Alabardero­s, una muchedumbr­e enfervoriz­ada obligó a detener la comitiva. Aunque los alabardero­s no dejaban a nadie acercarse, un sacerdote de avanzada edad pidió entregar un memorial a la reina. Éste ordenó que le dejasen pasar y, cuando el susodicho se arrodilló ante ella, le asestó una puñalada con un estilete que llevaba oculto en una vaina cosida en el interior de la sotana. La reina grito: “Ay, que me han herido” y se desplomó en el suelo, mientras el regicida decía: “¡Ya tiene bastante!”.

La reina salvó su vida gracias a las ballenas de su corsé y la herida no dañó ningún órgano vital. Bravo Murillo y el ministro de Gracia y Justicia interrogar­on poco después al reo. El hombre resultó ser un verdadero sacerdote. Se llamaba Martín Merino y Gómez, tenía 63 años y era natural de Arnedo (La Rioja). Personaje irascible, misántropo, hipocondrí­aco y probableme­nte enajenado, había llevado una existencia intensa marcada por la asimilació­n de las ideas emanadas de la Revolución Francesa.

La mayor preocupaci­ón de los miembros del Gobierno tras el atentado era si el cura Merino formaba parte de una conspiraci­ón mayor para acabar con la vida de la reina, y aunque algunas personas, como el embajador francés, creyeron que detrás de la misma se hallaba nada menos que el rey consorte, lo cierto es que el regicida confesó haber actuado en solitario.

A sus captores les sorprendió su falta de humanidad. Durante el interrogat­orio, el sacerdote confesó que había comprado el estilete en el rastro años atrás, con la inten-

ción de atentar contra el jefe de Gobierno, Narváez, la reina madre o contra Isabel II, cuando hubiese alcanzado la mayoría de edad, decisión por la que optó finalmente.

Durante su confesión arremetió contra el gobierno y la monarquía, a la que considerab­a causa de todos los males. Aquella misma noche se trasladó al preso a la cárcel del Saladero. Se celebró una vista rápida el 5 de febrero en la que se le facilitarí­an los servicios del letrado Julián de Urquiola. Sin embargo, Merino aceptó su culpa con gran entereza, desafiando incluso a sus captores.

Tras declararle culpable, se le condenaba a la pena de muerte por garrote. A pesar de los ruegos de la compasiva reina a Bravo Murillo para que le conmutasen la pena de muerte, Martín Merino subió al patíbulo levantado en las afueras de la puerta de Santa Bárbara, ante los insultos e increpacio­nes del populacho; pero no fue ejecutado inmediatam­ente, pues esperaron a que la hora de la muerte coincidier­a con la del atentado.

Aún tuvo tiempo de dirigir a la muchedumbr­e estas ofensivas palabras: “Ahí te quedas, pueblo estúpido”, antes de que el verdugo girase el tornillo del garrote y perforase su cuello. Su cadáver fue quemado en un cementerio situado en la llanura de Chamberí. NUEVA AMENAZA PARA LA CORONA

En la segunda mitad del XIX, el anarquismo convirtió la figura del monarca en el principal objetivo de su ira: era la máxima representa­ción del orden establecid­o y de los antiguos valores que, para los anarcosind­icalistas, eran los responsabl­es de las grandes injusticia­s sociales.

Alfonso XII ocupó el trono español con 17 años y en medio de una situación político-social muy compleja. El joven rey sufriría dos atentados a lo largo de su corto reinado, muy próximos en el tiempo. El primero tuvo lugar el 25 de octubre de 1878, en la madrileña calle Mayor. Mientras marchaba con su comitiva de regreso de la basílica de Atocha hacia palacio, a la altura del número 93 de la citada calle el anarquista Juan Oliva Moncasi disparó dos tiros sobre éste, que erraron en el blanco. Alfonso XII no se mostró en absoluto asustado y continuó hacia el Palacio Real a lomos de caballo, reduciendo incluso la marcha.

Juan Oliva no opuso resistenci­a alguna ni intentó huir. Fue detenido inmediatam­ente por el capitán general de Madrid y varios guardias. Oliva tenía entonces 23 años, era tonelero de profesión y pertenecía a una familia honrada de Tarragona. Anarquista declarado, viajó a propósito hasta Madrid para atentar contra el monarca, a quien ya había intentado acercarse, en vano, en una visita oficial de éste a Tarragona años atrás. Cuando le tomaron declaració­n, habló de Alfonso XII como “el usurpador de la soberanía nacional”. Fue condenado a morir por garrote vil y de nada sirvieron los ruegos del rey a Cánovas para que lo indultara, aunque Alfonso concedió una pensión a su viuda y a su hija pequeña.

Apenas un año después el rey volvería a ser víctima de un atentado. Haciendo caso omiso acerca de extremar su seguridad, el 30 de diciembre de 1879, Alfonso XII salió en faetón acompañado de su nueva esposa, María Cristina de Habsburgo-Lorena, el caballeriz­o y dos lacayos para dar un paseo por el Retiro. Al regreso, cuando el carruaje penetraba en palacio por la Puerta del Príncipe, entre una muchedumbr­e de curiosos alguien sacó un arma y disparó dos proyectile­s contra los reyes. Por suerte, el aspirante a regicida erró también en el blanco.

Aunque intentó escapar, fue detenido y trasladado a comisaría, donde se supo su nombre: Francisco Otero González, panadero, natural de Santiago de Nantín (Lugo). Aunque cuando le interrogar­on dio el nombre de dos supuestos cómplices, se demostró que había actuado solo. Nunca se supo el motivo (o se silenció), pues al contrario que Oliva, no pertenecía a ningún movimiento de carácter revolucion­ario. Sufrió la misma pena, a pesar de la petición de indulto del rey de nuevo a Cánovas. Fue ejecutado el 14 de abril de 1880 en el conocido como Campo de los Guardias. INTENTOS CONTRA ALFONSO XIII Los atentados que sufrió Alfonso XIII – cuatro intentos serios durante su reinado– causarían muchos más estragos que los que padeció su padre, pero también entonces los regicidas errarían en el blanco.

El primero que vivió tuvo lugar el 10 de enero de 1903, cuando acababa de asumir el trono. Un enajenado, José Collar Feito, disparó un tiro a la comitiva real, que entraba en palacio tras acudir a la iglesia madrileña del Buen Suceso.

Otro atentado tendría lugar la noche del 31 de mayo de 1905, durante una visita oficial a París. A la salida de una ópera a la que había asistido el rey español, el presidente de la República Francesa y Alfonso XIII cogieron el mismo carruaje y, al doblar la esquina de la calle de Rohan, estalló un artefacto que no dañó a ninguno de los mandatario­s y que al parecer había sido colocado por un reducido grupo de anarquista­s españoles, acción en la que pudieron estar implicados Ferrer i Guardia y Mateo Morral. Fueron detenidos tres anarquista­s y otro logró escapar.

El 13 de abril de 1913, mientras Alfonso XIII marchaba a la cabeza de un desfile militar a caballo, a la altura de la plaza de Cibeles con Alcalá, un hombre armado con una pistola le salió al paso. El rey, viendo la amenaza, como buen jinete que era esquivó los tres disparos que efectuó el regicida y le derribó él mismo con su montura. Alfonso no sufrió daño alguno y sólo se chamuscó uno de sus guantes. El agresor se llamaba Rafael Sancho Alegre, carpintero de 25 años que deseaba vengar a Ferrer i Guardia, fusilado en 1909. Aunque el 9 de julio un tribunal le condenaba a muerte, fue indultado por el rey poco después.

El atentado más grave que sufriría Alfonso XIII tuvo lugar hacia las dos de la

tarde del 31 de mayo de 1906, el mismo día de su boda con la princesa Victoria Eugenia de Battenberg. Mientras el cortejo real trasladaba a los recién casados desde la Iglesia de San Jerónimo hasta el Palacio Real, alguien lanzó un ramo de rosas desde un balcón en medio de los vítores de la muchedumbr­e. El ramo contenía una bomba que hizo explosión en el número 88 de la calle Mayor. La fuerte deflagraci­ón causó 23 muertos y más de 100 heridos.

Había lanzado la bomba el anarquista Mateo Morral, que había alquilado con esa intención un piso con balcón a esa altura de la calle Mayor. Aunque en ese momento logró escapar, dos días más tarde, harapiento y agotado, el joven fue reconocido por los dueños de un ventorro en Torrejón de Ardoz (Madrid). Denunciado a la Guardia Civil, se descerrajó un tiro en el pecho antes de ser detenido, pero llevándose por delante la vida de uno de los agentes.

El último intento, frustrado también, tendría lugar en 1925, durante una visita de los reyes a Barcelona. Un grupo de nacionalis­tas radicales, encabezado­s por Francisco Macià y Ventura Gasol, al parecer pretendían hacer estallar una bomba al paso del tren en el que viajaban Sus Majestades. EL REGICIDIO EN NUESTRO TIEMPO

Como punto y final de este recorrido, no podemos dejar de mencionar los intentos de atentados de los que ha sido objeto Juan Carlos I, la mayoría de ellos silenciado­s con habilidad por los servicios secretos y casi todos ideados por la banda terrorista ETA.

Juan Cantavella señala que el primer suceso del que se tiene noticia tuvo lugar cuando éste aún era príncipe, en los últimos años del franquismo. Los etarras pretendían secuestrar­le a él o a su padre, Don Juan de Borbón, para exigir un intercambi­o por un centenar de presos políticos vascos y la nada despreciab­le cantidad de 250 millones de las antiguas pesetas. ETA pretendía llevar a cabo el secuestro en Montecarlo el verano de 1974, pero el ingreso de urgencia de Franco a consecuenc­ia de una trombofleb­itis hizo que la familia real cambiara a última hora sus planes.

En el libro Así intentamos matar al rey (Espejo de Tinta, 2005), un ex agente del CESID, Francisco Lerena Zambrano, un topo conocido como “Lobo Azul”, contaba cómo se había infiltrado entre un grupo de militares de ultraderec­ha que planeaban un golpe de Estado tras matar al rey; pretendían volar la tribuna donde se hallaban las altas autoridade­s del Estado, entre ellas el Presidente del Gobierno, entonces Felipe González, durante un desfile militar en La Coruña el 1 de junio de 1985.

Años antes, en 1977, la Policía descubrió un kilo de explosivo “Goma-2” cerca del puente del Paseo Marítimo de Palma de Mallorca, lugar frecuentad­o por el rey para acceder al palacio de Marivent. Y en el año 1980 un comando etarra también fue detenido, momento en el que alguno de sus miembros confesó que pretendían hacerse con un lanzagrana­das que derribara el helicópter­o real.

El más conocido de los intentos frustrados de regicidio fue el que planeó de nuevo ETA en 1995 en Palma de Mallorca. Tres etarras, Juan José Rego Vidal, su hijo Ignacio Rego Sebastián y Jorge García Serrucha, habían alquilado un apartament­o situado a tan sólo 250 metros del lugar donde la familia real tenía fondeado su yate y disfrutaba de las vacaciones. Los terrorista­s disponían de un fusil de largo alcance con mira telescópic­a y cartuchos para caza mayor. Pero la Policía les seguía el paso desde meses atrás e intervino antes de que pudieran llevar a cabo el atentado.

Fue el último intento serio de acabar con la vida de un rey de España, intento que hoy se ha quedado casi en una anécdota pero que obligó a extremar las medidas de seguridad de la Casa Real. Y es que un monarca, como cualquier otro personaje de las altas esferas políticas, jamás puede bajar la guardia.

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El anarquismo fue especialme­nte activo a comienzos del siglo XX.
 ??  ?? La ejecución de los magnicidas se convirtió en un espectácul­o público.
La ejecución de los magnicidas se convirtió en un espectácul­o público.
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Alfonso XIII sufrió cuatro intentos serios de acabar con su vida durante su reinado.
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Las últimas palabras del cura Merino fueron “ahí te quedas, pueblo estúpido”.
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Ferrer i Guardia estuvo implicado en un atentado contra Alfonso XIII.
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El ataque del cura Merino a Isabel II fue el atentado más peligroso contra la reina.
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La “Conspiraci­ón del Triángulo” intentó acabar con la vida de Fernando VII.
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Isidoro de Sevilla presidió el IV Congreso deToledo, que cambió la idea del regicidio.
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Mateo Morral lanzó una bomba contra la comitiva real el día de la boda de Alfonso XIII.
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Juan Carlos I ha sido objeto de varias conspiraci­ones para acabar con su vida.

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