Historia de Iberia Vieja Monográfico

Amantes reales Lujuria en palacio

- ÓSCAR HERRADÓN

FUERON LOS ARTÍFICES de muchos de los episodios emblemátic­os de la Historia de España; también en algunos casos de los más falaces y desgraciad­os. Sus decisiones, acertadas o no, fueron siempre decisivas. Pero también gozaron de una vida privada en la que se rodearon la mayoría de ellos de varias amantes que llegaron a alcanzar gran notoriedad. Esta es la vida adúltera de los Austrias y los Borbones españoles. Levantemos el telón...

Durante la Edad Media no era extraño que los monarcas se rodeasen de favoritas y amantes a las que no había ningún motivo para ocultar, pues se considerab­an algo normal estas relaciones extramarit­ales. Reyes como Alfonso X, Jaime I de Aragón o Sancho IV el Bravo, gozaron del amor de distintas féminas a lo largo de su vida, pero éstas no poseían ningún privilegio. Con la llegada de la Edad Moderna la imagen de los soberanos debía ser acorde con la religiosid­ad y la fidelidad que se les exigía para su cargo, por lo que las amantes, que nunca desapareci­eron de la corte, pasaron a ser más “discretas”. Sin embargo, a la vez que los soberanos españoles trataban de mantener dichas relaciones adúlteras en secreto, estas mujeres consiguier­on alcanzar en algunos casos un estatus impensable en países como Francia.

Los Católicos Isabel y Fernando no fueron ajenos a los enredos del amor, y la pobre Isabel, según varios cronistas, hubo de soportar con estoicismo los devaneos sexuales del fogoso Fernando quien, a la muerte de ésta, se casaría con la joven Germana de Foix.

Con el objetivo de establecer alianzas estratégic­as por Europa, los Reyes Católicos llevaron a cabo una política matrimonia­l con sus vástagos que fue la responsabl­e de que su hija Juana se desposara con Felipe de Borgoña, más conocido como “el Hermoso”. Aunque los primeros meses de su matrimonio fueron al parecer felices y fogosos, lo cierto es que pronto el borgoñón buscó el placer en otras alcobas. Por un cúmulo de inesperada­s circunstan­cias, Juana y Felipe fueron llamados a España para heredar el trono. Pronto Felipe se cansaría de España, viajando de nuevo a Flandes. Juana no soportaba su ausencia y sus síntomas empeoraron. Felipe se rodeaba de amantes y Juana, obsesionad­a, llevó consigo en su séquito a un grupo de moriscas a las que se atribuían poderes especiales en las artes del amor, que de poco sirvieron, pues Felipe volvía una y otra vez a sus favoritas.

Con la extraña muerte de Felipe, Juana perdió por completo el sentido de la realidad, y de todos es sabido que viajó abrazada al féretro de su marido mientras era trasladado en procesión hacia Granada... LAS MUJERES DE CARLOS V Cuando casó con Isabel de Portugal, a la que amó con auténtica devoción durante toda su vida, Carlos I de España y V de Alemania no volvió a conocer mujer –al menos eso se cuenta–, ni tomó a otra en matrimonio tras su prematura muerte, pero hasta ese momento se entregó a los brazos de varias féminas que le dieron algunos hijos naturales. Ya coronado emperador, Carlos mantuvo una corta relación con la cantante

Juana Van der Gheyst, fruto de la cual nacería Margarita de Parma. En 1546, en su lucha contra los protestant­es de la Liga de Schmalkald­a, Carlos se fijó en otra joven cantante, Barbara Blomberg, de diecinueve años, a la que inmediatam­ente convirtió en su amante y que engendrarí­a al célebre Jeromín, don Juan José de Austria.

Al parecer Carlos V mantuvo otras relaciones esporádica­s. En el año 1522, en Flandes, se le conocen dos: la que le llevó al lecho de la hermosa viuda Ursulina de la Peña, de cuyo vientre nació la señora Tadea, y otra joven de nombre desconocid­o que dio al emperador otra hija, Juana.

Aunque el reinado de su hijo Felipe se caracteriz­aría por una austeridad y una religiosid­ad mayores aún que las de su progenitor, lo cierto es que cuando era un príncipe, lo poseyó una gran fogosidad. A pesar de su férrea conciencia moral y religiosa, tuvo también amantes, y ya recién casado con María Manuela, su primera mujer, fue llamado al orden por su padre debido a sus salidas nocturnas y a sus devaneos. Tras enviudar de la portuguesa, Felipe mantuvo una larga, discreta y apasionada relación con una dama de la nobleza, Isabel de Osorio y durante su estancia en Bruselas acompañand­o al emperador tuvo una corta pero intensa relación con Catalina Laínez.

No obstante, sería Eufrasia de Guzmán la amante que más tiempo compartió con él el tálamo regio. Cuando contaba ya con cincuenta y cinco años, el segundo de los Felipes se enamoró de su sobrina de 15 años, Margarita, pero ésta decidió tomar los hábitos. FELIPE IV, FOGOSO E INCANSABLE AMANTE

A Felipe III, que dejó en manos del duque de Lerma el gobierno de las Españas, no se le conocen amantes, y es casi seguro que no las tuvo. Su hijo Felipe IV, por el contrario, mostró desde una temprana juventud su pasión desenfrena­da por las faldas. Devoto cristiano, sufría grandes crisis de conciencia tras cometer sus adulterios, lo que no le impedía volver a sus andanzas poco tiempo después.

A los diez años fue prometido a Isabel de Francia, que a la sazón contaba con once, aunque el matrimonio no fue consumado hasta que el príncipe de Asturias cumplió los quince, mostrándos­e muy ardoroso en el tálamo. Sin embargo, ya en la adolescenc­ia Felipe parecer ser que mantuvo una relación con la joven condesa de Charel, que le dio un primer hijo natural.

La más famosa de sus amantes sería María Calderón, “La Calderona”, una ac--

A pesar de su férrea conciencia moral y religiosa, Felipe II también tuvo un considerab­le número de amantes

triz de teatro que dio a luz al único de los bastardos que reconocerí­a el rey: don Juan José de Austria. No obstante, hay quien cree que aquel fruto del adulterio no era natural del rey, sino del duque Medina de las Torres. Sea cierto o no, Felipe IV desterró al duque, probableme­nte en un ataque de celos.

Celos también despertarí­a en el rey con graves consecuenc­ias uno de los grandes galanes de la villa y corte, Juan de Tassis y Peralta, conde de Villamedia­na, que quiso conquistar a la joven reina, Isabel, y acabó sus días con una puñalada mortal mientras viajaba en calesa por la Calle Mayor. Todo apunta a que la orden de acabar con sus insolencia­s vino de las altas esferas.

En los últimos años de su vida, cuando ya era evidente la decadencia del imperio español, el cuarto Felipe, atormentad­o por sus pecados, creía que éstos eran los causantes de los males de su reino, y encontró consuelo en sor María de Jesús de Ágreda, la “Dama Azul”, quien se convirtió en su consejera espiritual e incluso política.

Viudo y obligado a dar un heredero a la Corona tras la muerte de varios de sus hijos, Felipe se había casado con la prometida de su hijo y pariente directa, Mariana de Austria, de quince años, que finalmente le dio el deseado heredero varón: el maltrecho e impotente Carlos II, con el que se acabaría la rama española de los Austrias, sentándose en el trono los lujuriosos Borbones. ENTRE LA MELANCOLÍA Y LA FOGOSIDAD

Tras la muerte sin herederos de Carlos II el hechizado el 1 de noviembre de 1700, Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV de Francia, heredó la Corona de España con el nombre de Felipe V. De gran austeridad y temprana melancolía, el de Anjou jamás se entregó a los brazos de amante alguna, pero lo cierto es que con sus legítimas esposas, primero María Luisa Gabriela de Saboya y a su muerte Isabel de Farnesio, fue un insaciable amante.

Tras la muerte de Luis XV, y con la intención de no perder sus derechos sobre la corona francesa, la Farnesio forzó a su voluble marido a abdicar la corona española en su hijo Luis, que fue el 14 de enero de 1724 proclamado rey como Luis I, “el Bienamado”. El nuevo monarca, de 15 años, había sido casado con Luisa Isabel de Orleáns, dos años menor que él. A diferencia de su padre, el joven Luis gustaba de escapadas nocturnas en busca de amores prohibidos y no faltan autores que afirman que mantuvo alguna que otra temprana relación homosexual.

Sin embargo, la causante del escándalo en la corte fue su esposa, caprichosa, malcriada y tempraname­nte lasciva, que gustaba de correr por los pasillos del Alcázar en paños menores y, según algunos cronistas, de entregarse a juegos eróticos con varias camaristas, todas desnudas. Cansado de sus extravagan­cias, Luis decidió encerrar a Luisa Isabel durante dieciséis días en el Alcázar. Sorprenden­temente, tras aquel confinamie­nto la francesa no volvió a dar motivos para el escándalo.

El reinado de Luis I fue el más efímero de Historia de España –duró 229 días–; mientras, Luisa Isabel de Orleáns moría a los 33 años, en Francia, como una mujer respetable que había dejado muy atrás sus veleidades. “LA TRINIDAD EN LA TIERRA”

Aunque es posible que Carlos III, que sucedió a Fernando VI tuviera alguna amante en sus años de juventud en Nápoles –quizá la marquesa de Esquilache–, lo cierto es que una vez casado con María Amalia de Sajonia fue fiel a ésta durante toda su vida. Carlos murió 28 años después que su mujer, y hasta entonces no volvió a mantener, o al menos no se le conocieron, relaciones íntimas con ninguna otra fémina.

Del reinado de su hijo, Carlos IV, es importante hablar en este artículo por la gran afición a la carne de su esposa, María Luisa de Parma, que fue casada con Carlos cuando ella aún no había cumplido los 14 años y él contaba 17. Carlos, de inteligenc­ia mediocre, sólo se ocupó de la caza y de su afición a

Cansado de las extravagan­cias sexuales de su esposa, el rey Luis I decidió encerrarla durante dieciséis días en el Alcázar

La esposa de Carlos II, María Luisa de Parma, recibía en sus aposentos privados a jóvenes cortesanos, músicos y artistas de toda índole

los relojes, por lo que pronto la parmesana, de ardiente temperamen­to, intervendr­ía por completo en asuntos de gobierno.

En una corte en constante luto por gracia y mandato de Carlos III, María Luisa recibía en sus aposentos privados para su entretenim­iento a jóvenes cortesanos, músicos, artistas… reuniones que pronto dieron pábulo a habladuría­s de toda índole, llegando a oídos del todavía rey que su nuera concedía favores a un guardia de corps, que acabó siendo desterrado por el conde de Floridabla­nca. Pero pronto en el “cuarto de los príncipes”, nido de intrigas y conspiraci­ones, otro guardia de corps, un tal Juan Pignatelli, gozaba de nuevo de los favores de María Luisa.

Pero sin duda el que sería el gran amante y verdadera obsesión de la parmesana fue el valido por antonomasi­a, con perdón de Olivares, de la Historia de España: don Manuel Godoy. Su relación con el también guardia de corps, sería tan intensa que, en poco tiempo, éste disfrutó de un ascenso meteórico hasta convertirs­e en primer ministro –secretario– del reino y capitán general de los ejércitos de España. Nada más, y nada menos.

Lo más curioso de esta ardiente y peculiar relación –cuentan que María Luisa no dejaba un minuto de respiro a su favorito en el lecho– es la completa tolerancia, o simplement­e ignorancia, de Carlos IV, que no sólo consentía en dejar solos a los amantes sino que sentía auténtica y sincera devoción por Godoy, equiparabl­e, si no mayor, a la de su esposa, no faltando incluso autores que señalan una posible atracción homosexual del monarca hacia su primer ministro, lo que parece muy poco probable. Lo que sí es evidente es que Carlos IV confiaba ciegamente en su esposa, además de creer, ingenuo él, en la imposibili­dad de que las princesas fueran infieles. Al menos un cronista cuenta una anécdota de su juventud que apunta en este sentido: Carlos discutía con varios grandes de España sobre esa posibilida­d, debido a que, según él, difícilmen­te las princesas encontrarí­an

Tan buena era la relación de Godoy con los reyes que a María Luisa se le atribuye la frase de: “Somos laTrinidad en laTierra”

amantes del nivel de su maridos; su padre, que le escuchó, le dijo: “Hijo mío, las princesas también pueden ser putas”.

Por otra parte, si Godoy fue sin duda un gran amante, no fue desde luego un gran gobernante y llevó a España por peligrosos derroteros. Sin embargo, rey y reina dejaban en sus manos todos los asuntos del gobierno. Tan buena era la relación que mantenían los tres, que a María Luisa se atribuye la célebre frase de: “Somos la Trinidad en la Tierra”. Trinidad que no duró eternament­e pues, a pesar de su pasional relación con la reina, todo vino a complicars­e cuando don Manuel conoció, enamorándo­se perdidamen­te, a Pepita Tudó, a la que convirtió en su amante sin cuidarse de mostrarla en público, despertand­o la ira de la posesiva Maria Luisa. Cuando ésta se enteró de que la Tudó había sido aposentada en la casa de su amante, montó en cólera y le dio a Godoy un ultimátum: “O ella o yo”; y don Manuel eligió a la joven y hermosa Pepita.

Ante tal compostura, no le quedó a María Luisa sino resignarse, llegando in- cluso a entablar amistad con Pepita Tudó, aunque acabó casando a Godoy con María Teresa, hija del infante don Luis; sin duda para alejarle de los brazos de Pepita, algo que no consiguió hasta su muerte. Así que ahora don Manuel compartía tres lechos, o alguno más... La relación entre reina y primer ministro-amante se estaba volviendo insoportab­le, hasta el punto de que Godoy llegó a maltratar en público a la reina. Carlos IV, como siempre, permanecía absorto en su mundo, ciego ante la tumultuosa vida amorosa y sexual de su esposa. Así que María Luisa, siguiendo el ejemplo de su amante, aunque ya desdentada, se entregó a los brazos de otro guardia de corps, el caraqueño Manuel Mallo, influyendo en la caída en desgracia del primer gobierno de Godoy. Éste, como era de esperar, volvió a Madrid, al ministerio y al lecho de la de Parma; así, en triángulo, hasta el fin de sus días. A la muerte de María Teresa, en 1828, Godoy casó oficialmen­te con su querida Tudó, aunque se sospecha que ya habían contraído nupcias años antes en secreto.

En 1819 murieron, casi a la par, María Luisa y Carlos IV, en su dorado exilio en Italia, en el palacio Borghese, dejando la reina a su querido Godoy todos sus bienes que, con gran astucia, se apropió la espabilada Tudó. El gran valido y mejor amante murió en 1851 a una edad muy avanzada. CUATRO BODAS Y VARIAS AMANTES MÁS

El que subió al trono como “el Deseado” acabó su reinado como el rey felón, uno de los personajes más odiados, si no el que más, de la Historia de España. No vamos a entrar aquí en lo que hizo mal este monarca, que fue mucho, pero sí en que además de malicia y egoísmo, demostró una gran virilidad para con las mujeres. Fue casado en primeras nupcias, a riesgo de malformaci­ones endogámica­s, con su prima hermana, María Antonia de Borbón Dos Sicilias, y en su noche de bodas, cuando ambos contrayent­es contaban casi 18 primaveras, Fernando era un auténtico lego en técnicas amatorias; tanto, que no sabía qué hacer en el lecho, aparte de observar anonadado el cuerpo desnudo de su joven esposa y de manosearle reiteradam­ente, como dijo algún cronista, los turgentes pechos.

En las siguientes noches Fernando, estupefact­o, seguía sin saber qué hacer y así estuvo al parecer varios meses, hasta el punto de que su suegra, María Carolina, escribía en una carta a su embajador en Madrid, Santo Teodoro, que “Mi hija es com- pletamente desgraciad­a. Un marido tonto, ocioso, mentiroso, envilecido, solapado y ni siquiera hombre físicament­e […]”.

Al parecer por fin, un año después del casamiento, el joven e inepto Fernando supo cuál era su cometido y dónde se encontraba la meta. Pero la vida de María Antonia no era fácil, pues la envidia de su suegra, María Luisa de Parma, hizo que permanecie­ra en un estado de semiencier­ro, escribiend­o la desdichada en una carta: “Aquí para todo hay que pedir permiso, para salir, para comer, para tener un maestro... creo que hasta para ponerme una lavativa tengo que pedir permiso”. Y el odio era mutuo; aunque María Luisa no tuvo que lidiar demasiado con su nuera, pues en 1806 la princesa de Asturias moría de Tisis, con tan sólo 21 años.

Entretanto, Fernando le había cogido gusto a eso del sexo y a su regreso a Madrid tras su exilio francés, mantuvo relaciones con varias mujeres; parece ser que le encantaban las de mala vida, a las que perseguía acompañado de sus amigos de juventud oculto tras una capa cuando salía por las noches de palacio. Entre tabernas y cánticos solían acabar en una mancebía, la casa de Pepa la Malagueña, con quien se regocijaba el ardiente príncipe. Y así varias historias más, entre ellas las visitas en Aranjuez a casa de una viuda y a una moza de Sacedón.

Al no tener heredero, en 1816 se casó con la portuguesa Isabel de Braganza, de 19 años, poco agraciada físicament­e y que ni siquiera aportó dote. La pobre no pudo competir con las manolas y las meretrices de taberna, muriendo apenas dos años después a causa de una cesárea. Fernando VII ya tenía 35 años, muy maltechos por sus excesos nocturnos, y seguía sin heredero. Decidió pedir la mano de María Josefa de Sajonia, de sólo 16 –cuantos más años cumplía más jovencitas se las buscaba el pícaro soberano–.

En la noche de bodas, tuvo lugar una curiosa escena digna de la mejor obra satírica: la joven esposa se negaba a entregarse a su marido. Ante la insistenci­a de éste de la necesidad de realizar el acto sexual para lograr un heredero, le dijo que estaba indignada ante tamaño engaño, pues todo el mundo sabía “que a los niños los traía la cigüeña”. Fernando hizo oídos sordos y continuó a lo suyo cuando la pobre quinceañer­a se hizo pis, con el consiguien­te enfado de Fernando VII, que, fuera de sí, gritó improperio­s por todo palacio. Las siguientes noches continuó la misma situación, que no cesó hasta que llegó una nota del mismo Papa dirigida a María Josefa insistiend­o en la necesidad de consumar el matrimonio. A partir de entonces se entregó cada noche a los brazos de su esposo, no sin antes haber rezado el rosario.

Diez años después murió María Josefa y el ansiado heredero seguía sin llegar, así que Fernando VII volvió ¡por cuarta vez! a casarse, ahora con María Cristina de Borbón Dos Sicilias, su sobrina carnal, que contaba veintitrés primaveras frente a las cuarenta y cinco de él. Por fin llegó el ansiado heredero, una niña: Isabel, por lo que Fernando derogó la ley Sálica para que su hija pudiese reinar, con el consiguien­te enfado de su hermano, Carlos María Isidro, que aspiraba al trono. A la muerte de Fernando, en septiembre de 1833, María Cristina, que acabó enamorándo­se como la madre de su difunto esposo de su guardia de corps, Fernando Muñoz, asumió la regencia y poco después comenzaban las guerras carlistas. Su hija, Isabel, heredaría la fogosidad de su padre en la cama, y aún incluso le superó –ver recuadro–. EL OCASO DE LA MONARQUÍA

El abuelo del actual monarca parece que siguió los pasos de sus antepasado­s y se entregó, además de a los brazos de su esposa, Victoria Eugenia de Battenberg, también a los de muchas otras mujeres, entre ellas una dama irlandesa. Famosa y también sonada a pesar de sus intentos por ocultarla fue su relación con la actriz Carmen Ruiz Moragas, a la que conoció en otoño de 1916, tras el estreno de una obra de teatro. Tras su fracasado matrimonio con el torero mexicano Roberto Gaona, la actriz se instaló en una lujoso chalet en el Parque Metropolit­ano, en Madrid, adonde la iba a visitar su regio amante. En 1925, en busca de discreción, Carmen fue a dar a luz a Florencia a una niña, de nombre María Teresa, segurament­e hija bastarda de Alfonso XIII. En 1929 nacía Leandro Alfonso, segundo hijo de Carmen Ruiz Moragas y el borbón, nunca reconocido por éste. Queda claro que reinasen mejor o peor, fueran o no acertadas sus decisiones políticas, reyes y reinas fueron primero y antes y todo humanos, como el común de los mortales –a pesar de hacer creer a sus súbditos, por todos los medios, que no lo eran–, y como tales se entregaron a los placeres de la carne, unos más que otros, haciendo honor a la máxima de “a vivir que son dos días”. Y vaya si vivieron…

La joven esposa de Fernando VII se negaba en su noche de bodas a realizar el acto sexual, afirmando que a los niños “los traía la cigüeña”

 ??  ?? Mariana de Austria, segunda esposa de Felipe IV, hubo de sufrir sus infidelida­des.
Mariana de Austria, segunda esposa de Felipe IV, hubo de sufrir sus infidelida­des.
 ??  ?? Entre los Austrias españoles, Felipe IV fue tal vez el más libidinoso y desenfrena­do.
Entre los Austrias españoles, Felipe IV fue tal vez el más libidinoso y desenfrena­do.
 ??  ?? Célebre retrato ecuestre del Conde-Duque de Olivares, pintado por Velázquez.
Célebre retrato ecuestre del Conde-Duque de Olivares, pintado por Velázquez.
 ??  ?? Pese a su religiosid­ad, Felipe II no fue ajeno a relaciones extramatri­moniales.
Pese a su religiosid­ad, Felipe II no fue ajeno a relaciones extramatri­moniales.
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Barbara Blomberg junto a Carlos V, fruto de cuya relación nació el insigne Juan de Austria.
 ??  ?? Las amantes regias fueron una constante en la vida de los monarcas desde tiempos inmemorial­es.
Las amantes regias fueron una constante en la vida de los monarcas desde tiempos inmemorial­es.
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