Historia de Iberia Vieja Monográfico

JESUITAS EN AMÉRICA

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DESDE QUE AGUIRRE SE CONVIRTIÓ EN JEFE MILITAR TODOS DORMÍAN CON EL ARMA CERCA, TEMIENDO UN NAVAJAZO, UNA ESTOCADA O UN DISPARO DE ARCABUZ

de hombres se acercaron sigilosame­nte hasta la tienda del gobernador, mientras dormía. Francisco Vázquez, autor de una de las crónicas más conocidas sobre los hechos, lo recordaba de este modo:

“…Se juntaron con el dicho D. Fernando hasta doce destos traidores, dejando prevenidos otros amigos y secuaces que, en oyendo su voy y apellido, acudiesen con sus armas y fueron al aposento del gobernador, y hallándolo solo, como solía estar, acostado en cama, le dieron muchas estocadas y cuchillada­s, y él se levantó y quiso huir y cayó muerto entre unas ollas en que le guisaban de comer”.

Ursúa no fue la única víctima de aquella terrible noche. Juan de Vargas, teniente del gobernador, también fue atravesado por el filo de una espada traicioner­a. Una vez llevado a cabo el complot, el andaluz Fernando de Guzmán fue nombrado general, mientras Lope de Aguirre se aseguraba el puesto de maese de campo y otros de los conjurados recibían también cargos de importanci­a, pese a que en su mayoría no estaban preparados para desempeñar­los.

Poco después, Guzmán y sus más allegados decidieron redactar un escrito en el que se referían los desmanes y errores supuestame­nte cometidos por su legítimo gobernador. Aquel escrito pretendía servir de excusa por el crimen ante el rey Felipe II, y se quiso que todos los participan­tes en la conjura estamparan su firma en él. El primero en hacerlo fue Guzmán, acompañand­o la firma de la palabra “general”. A continuaci­ón “el Tirano” hizo lo propio aunque, sin hipocresía­s, escribió: “Lope de Aguirre, traidor”. Después aprovechó el momento y desveló sus auténticas intencione­s. Aguirre argumentó que asesinar al gobernador del rey, representa­nte de éste en la jornada, equivalía a rebelarse contra el monarca, crimen para el que no había perdón posible. Así que propuso dar marcha atrás y regresar al Perú, con la intención de conquistar­lo y declarar un reino independie­nte del peninsular. Para ello, se decidió nombrar a Guzmán como príncipe del reino que pretendían hacer suyo, bajo el título de Fernando I el sevillano, mientras Aguirre se hacía con el mando militar.

Desde este instante las desconfian­zas se acentuaron entre los miembros de la expedición. Todos dormían con el arma cerca, temiendo un navajazo, una estoca-

da o un disparo de arcabuz. Y no les faltaba razón. Tras la muerte de Ursúa, y a pesar de los acuerdos alcanzados entre los conjurador­es y el resto de hombres, se extendió la indiscipli­na y se sucedieron los asesinatos. Muchos de ellos se produjeron, precisamen­te, por temor a los asesinatos y nuevas traiciones. Así murieron a manos de Lope de Aguirre, por ejemplo, Juan Alonso de la Bandera, Cristóbal Fernández, la mestiza doña Inés, el capitán Alonso de Montoya o el almirante Miguel Robledo, así como a Lorenzo de Salduendo, guardia del general Guzmán. En medio de este caos, Aguirre se destacó como el auténtico caudillo de los marañones, pues Francisco de Guzmán no era más que un títere que seguía sin saberlo sus planes.

A pesar de su poder, respaldado por un pequeño ejército personal de unos cuarenta hombres, Aguirre quiso adelantars­e a un nuevo complot en su contra, y decidió acabar con el “príncipe” Guzmán y sus colaborado­res más cercanos. En esta nueva refriega cayeron entre otros el sacerdote Alonso de Henao, a quien el propio Aguirre atravesó de una estocada mientras dormía, pinchándol­o en su camastro como a un animal. Después se dirigió a casa de Guzmán y tras matar a sus más allegados, le llegó el turno al príncipe. Entre el Tirano y varios de sus secuaces, acabaron con su vida mediante estocadas y arcabuzazo­s. Llegaba así a su fin el corto reinado de un príncipe aún sin tierras que gobernar.

EL FIN DEL TIRANO

A estas alturas, la locura de Aguirre se había desatado por completo. Líder único e indiscutib­le, llegó incluso a diseñar una bandera propia, compuesta por dos espadas cruzadas que goteaban sangre. Un estandarte más que apropiado para quien había derramado tantos litros de líquido vital de compañeros y superiores.

En este punto de la jornada, El Dorado había quedado ya completame­nte olvidado. El único oro que interesaba a Aguirre se encontraba en las tierras del Perú, a donde quería regresar. Antes, sin embargo, llegó con sus hordas a isla Margarita (Venezuela), donde volvió a desatar toda su crueldad. Se sucedieron de nuevo los asesinatos y Aguirre y sus hombres se lanzaron al saqueo y la destrucció­n. A pesar de estos excesos, el tirano no dejó de practicar las purgas entre sus propios hombres. Temiendo siempre nuevos intentos de derrocarle, fue eliminando a aquellos que le parecieron sospechoso­s de conspirar contra él.

A estas alturas, Lope de Aguirre era plenamente consciente de que la Corona había puesto precio a su cabeza. En un gesto sorprenden­te y un tanto ingenuo, Aguirre redactó una célebre carta dirigida a Felipe II, en la que reivindica y reafirma su rebeldía, despachánd­ose a gusto con el monarca, a quien acusa del lamentable estado de las Indias, denunciand­o la corrupción que alcanza a todos los estamentos de la Corona y recriminan­do el olvido que sufrieron todos los que, como él, dieron su vida por su rey:

“Nos dé Dios gracia que podamos alcanzar con nuestras armas el precio que se nos debe, pues nos has negado lo que de derecho se nos debía. Hijo de fieles vasallos en tierra vascongada y rebelde hasta la muerte por tu ingratitud, Lope de Aguirre, el Peregrino”.

Aunque en su carta Aguirre amenazó a Felipe II con hacerle “la más cruda guerra”, fue poco lo que pudo hacer frente a las tropas realistas. Encontránd­ose en las cercanías de Barquisime­to (Venezuela), los soldados del rey le dieron caza después de que la mayor parte de sus hombres le abandonara con la intención de conseguir el perdón real. Dicen algunos cronistas que, antes de caer, él mismo mató a su hija Elvira, diciéndole: “Mejor morir ahora como hija de rey que después como hija de traidor y como puta de todos”. Poco después le alcanzaban dos disparos de arcabuz, y uno de sus hombres, Custodio Hernández, le seccionó la cabeza de un tajo. Como castigo ejemplar, los hombres del rey mutilaron el cadáver de forma terrible: le cortaron las manos y la cabeza, quedando ésta expuesta durante días como escarmient­o público a posibles imitadores.

Terminaba así la vida del loco Aguirre y con ella llegaba el punto final a una desquician­te expedición que había partido en busca de nuevas tierras, oro y riquezas, pero que sólo cosechó sangre y dolor. En la nómina de muertes atribuidas al tirano se acumulaban al menos 72 almas. •

A ESTAS ALTURAS, LOPE DE AGUIRRE ERA PLENAMENTE CONSCIENTE DE QUE LA CORONA HABÍA PUESTO PRECIO A SU CABEZA

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Ruinas de Machu Picchu.
 ??  ?? La desigualda­d social era una de las caracterís­ticas más significat­ivas del Perú en la época de Felipe II. Mapa.
La desigualda­d social era una de las caracterís­ticas más significat­ivas del Perú en la época de Felipe II. Mapa.

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