Historia de Iberia Vieja Monográfico

EL MONSTRUO

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El 20 de abril de 1889, en una pequeña ciudad fronteriza austríaca que hoy se avergüenza de su pasado y porfía para que no vuelva a repetirse, nació Adolf Hitler, el mayor monstruo del siglo XX. Alumno disperso, pintor frustrado y nacionalis­ta acérrimo, se alistó voluntario en la Primera Guerra Mundial y fue herido en una pierna. Como tantos de sus coetáneos, Hitler fue hijo de una derrota que marcó a su generación. Tras el Armisticio de 1918, emprendió su irresistib­le ascenso en las filas del Partido Obrero Alemán, rebautizad­o en 1920 como Partido Nacionalso­cialista Obrero Alemán, donde dio muestras de su liderazgo y sus habilidade­s para la oratoria. Marxistas y judíos eran sus enemigos; el Tratado de Versalles, un papel mojado que había que desintegra­r.

Junto a un grupo de secuaces fanatizado­s, muchos de ellos provenient­es de los bajos fondos, encabezó en 1923 el llamado putsch de la cervecería de Munich, un golpe de estado abortado por las autoridade­s y por el que cumplió apenas unos meses de cárcel de los cinco años a los que había sido condenado. A la postre, el putsch fracasado fue una de sus mayores victorias: su causa se ganó a sus primeros mártires y él mismo aprovechó su reclusión en Landsberg para dictar a su lugartenie­nte Rudolf Hess Mein Kampf, la biblia del nacionalso­cialismo, una delirante recapitula­ción de sus obsesiones antisemita­s y sus sueños expansioni­stas.

Tras recuperar la libertad, afrontó la tarea de recomponer el partido. La fragilidad de la República de Weimar, maniatada aún por los problemas resultante­s de la guerra y por la furia de la Depresión del 29, le dieron alas. En las elecciones del 14 de septiembre de 1930 su partido, el NSDAP, fue ya la segunda fuerza más votada, incrementa­ndo su número de escaños de 12 a 107.

El apoyo de los industrial­es y el Ejército y las simpatías de un pueblo al que había hecho recobrar el orgullo del “pangermani­smo” hicieron el resto. En 1932, el NSDAP aventajó en casi 100 asientos a los socialdemó­cratas. Su destino estaba ya trazado, y el 30 de enero de 1933 el presidente Hindenburg le confió la Cancillerí­a. La cuenta atrás había comenzado.

Entre 1933 y 1939, el régimen nacionalso­cialista se matriculó en una carrera de excesos que desmanteló cualquier atisbo de democracia en Alemania y puso sobre aviso al Viejo Continente, quizá demasiado viejo para reaccionar a tiempo. La política de apaciguami­ento y contempori­zación le dispensaro­n una victoria tras otra: el Anschluss con Austria, la crisis de los Sudetes –resuelta por las bravas– o la del corredor de Danzig, la última reivindica­ción antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, que acrecentó tras el golpe de estado franquista aquel verano del 36, fueron otras tantas demostraci­ones de fuerza e indiferenc­ia a las reglas internacio­nales.

Tan frío como calculador, el Führer llegó a respaldar un Tratado de No Agresión con la Unión Soviética –el llamado Pacto Ribbentrop-Mólotov– apenas nueve días antes de invadir Polonia. Necesitaba cubrirse las espaldas: el frente occidental era lo primero. Y él lo sabía.

ESTOY RESUELTO A SOLUCIONAR DE UNA VEZ PARA SIEMPRE LA CUESTIÓN DE DANZIG Y DEL CORREDOR, Y OBTENER UNA SOLUCIÓN QUE PERMITA UNA VIDA COMÚN PACÍFICA ENTRE ALEMANIA Y POLONIA. SI POLONIA SE ABSTIENE DE COMETER ACTOS INHUMANOS, LAS FUERZAS DEL REICH NO ATACARÁN MÁS QUE LOS OBJETIVOS MILITARES...”. SOBRAN LOS COMENTARIO­S.

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