Historia de Iberia Vieja Monográfico
Las misiones jesuitas de América
En la confluencia de Argentina, Brasil y Paraguay, un rosario de antiguas misiones religiosas salpica el territorio. Hoy portentosas y enigmáticas ruinas, hubo un tiempo en que acogieron la convivencia pacífica entre dos mundos, escenario donde, tanto ind
El cine y la literatura, sin olvidarnos de la historia, sensibilizaron nuestra imaginación con apasionantes relatos del encuentro de los dos mundos. En realidad deberíamos hablar de desencuentros, o al menos de encuentros no exentos de dramatismo, presididos por la aprensión, la sospecha y el miedo. Por eso los jesuitas salieron al paso del indígena guaraní con la mejor de sus embajadoras, la penetrante e hipnótica música surgiendo de una flauta y un violín.
Que aquel contacto de civilizaciones se materializara en una relación fructífera dependió, no obstante, de otros muchos factores ajenos a lo más o menos novelesco del encuentro. La confluencia de caracteres, de expectativas religiosas e intereses de subsistencia, condicionó el éxito de la futura convivencia en paz.
En este sentido, y ante todo, el desafío encarnado por las misiones consistió en sacudirse el yugo etnocéntrico que lastraba a los jesuitas y a los indígenas. Sólo mirando bajo la perspectiva de ambos pueblos, fijándonos en sus prejuicios respecto al otro, podremos hacernos cargo del milagro social que comportaron las misiones.
LOS HOMBRES VERDADEROS
Ya con anterioridad al Descubrimiento de América, esporádicos contactos con tribus remotas del orbe eran reportados por comerciantes y misioneros. Aquel acopio de información, sin embargo, no fue aprovechado científicamente; más bien se trató de una ocasión perdida en cuanto a la comprensión objetiva de las capacidades humanas. Salvo excepciones, los estudiosos de la época, lejos de construir un corpus antropológico riguroso, siguieron interpretando la realidad guiándose por la tradición científica clásica y su moral. El resultado, desde aquel punto de vista, no podía ser otro que preguntarse única y exclusivamente por los métodos necesarios para corregir las hipotéticas carencias del indígena.
Las palabras del hispanista John H. Elliot al respecto resultan esclarecedoras. En su obra España y su Mundo, del
1500 a 1700, Elliot dice que nuestros misioneros supieron acumular sobre el terreno, como auténticos científicos,
datos referentes a rituales, costumbres y creencias de los indígenas, información que era enviada a España para su exposición en el Consejo de Indias o para su consideración en los concilios eclesiásticos. Argumenta, sin embargo, que aquella información se utilizó únicamente con fines utilitaristas, bajo el prisma de superioridad de la civilización cristiana. A través de este conocimiento, las altas instancias eclesiásticas no pretendieron otra cosa que doblegar al indígena, provocando, ya en origen, cierto enfrentamiento entre las órdenes religiosas por sus respectivos intereses misionales. Es verdad que el misionero buscaba la salvación de las almas, incluso defender la voz de los indígenas, pero todos sin excepción combatieron sus creencias ancestrales tachándolas de idolatría.
No deberíamos quitar mérito al ímprobo esfuerzo que supuso sacudirse, aunque fuera en parte, aquella visión lastrada por lecturas religiosas y antropológicas infranqueables. Una cuestión capital del etnocentrismo fue la elevación del indígena no sólo a la categoría de “hombre verdadero”, sino a la de hijo de Dios. Como bien decía Elliot en su libro, la diferenciación entre racional e irracional estaba vinculada a la diferenciación entre lo cristiano y lo pagano. La falta de lengua escrita, la vida nómada o la ausencia de propiedad, se veían como los síntomas de una patología: la ausencia de civilización y la animalidad. Partiendo de estos razonamientos axiomáticos, eran meras hipótesis cuestiones tan trascendentales como que el indígena descendiera de Adán, obligando a replantearse la lectura del mismo Libro del
Génesis. El dilema quedaría zanjado con la Bula dictada por Pablo III en 1537, por la cual los indígenas debían considerarse como hermanos propensos a recibir la auténtica fe.
Con todo, la experiencia de los misioneros en el trato con los indígenas estaría plagada de dudas. En cierto modo, la rémora de ver al otro como un ser inferior, nacido para la servidumbre, impregnó la convivencia desde la fundación de las primeras misiones. En el mejor de los casos, el indígena fue tratado como un niño cuya mente era tabula rasa, sobre la que se podía reescribir la nueva fe sin reparar en costumbres ni creencias heredadas. Por eso, según concluía Elliot, los misioneros cayeron pronto en el desencanto al ver que los indios conversos reincidían una y otra vez en su visión ancestral del mundo, dando lugar a un paternalismo extremo de los religiosos, paternalismo inspirado “más por el temor que por amor y ayuda sincera”.
JESUITAS VERSUS GUARANÍES
En aquel ambiente misional hizo acto de presencia la orden de los jesuitas. Fundada por Ignacio de Loyola, la Compañía de Jesús no sería confirmada por Roma hasta 1540, obteniendo la aprobación para establecer misiones en América ya en la segunda mitad del siglo XVI. Desde sus primeros pasos, destacó entre las demás órdenes religiosas por la rigurosa preparación teológica y científica de sus miembros.
Sobre el terreno, una vez observados los errores en que incurrían ellos mismos y otras misiones, los jesuitas comprendieron que el ideal no era erradicar todo rastro de la estructura social pagana, sino el afianzamiento del cristianismo sobre las bases culturales del indígena. Para ello, era condición del éxito misional mantener a los indígenas lo más alejados posible de la “contaminación” europea, a salvo de las corruptelas y los vicios que podían envenenarles la mente. Sólo a partir de la pureza existencial del nativo, pensaban los jesuitas, podría arraigar en ellos el cristianismo.
Muchos estudiosos se han preguntado por las verdaderas motivaciones de los jesuitas. ¿Nos encontraríamos de nuevo ante un afán puramente utilitarista o, por el contrario, los frailes habían comprendido que el indígena no tenía por qué ser equiparado al europeo y merecía la salvaguarda de sus formas de vida? Nos atreveríamos a decir que no hay absolutos en esta cuestión. El indígena de las misiones nunca sería tratado desde un prisma igualitario, de eso no cabe la menor duda, pero los jesuitas pudieron vislumbrar en su modo de vida una carencia exclusiva del mundo europeo. El indígena encarnaba, de algún modo, aquel estado primigenio, inocente y virtuoso que irremediablemente había perdido la humanidad “civilizada”.
Pero nos restaría examinar, igualmente, las verdaderas motivaciones del indígena guaraní respecto al misionero jesuita. En primer lugar, los primeros misioneros cometieron un gravísimo error al considerar al guaraní como un pueblo que adolecía de falta de espiritualidad. Nada más lejos de la realidad: los indígenas guaraníes eran nómadas, no poseían templos ni veneraban imá-
QUIENES HOY RECORRIERAN LAS RUINAS DE LAS MISIONES JESUITAS DE AMÉRICA, RENOVARÍAN SU ASOMBRO ANTE LAS PROEZAS DE QUE ES CAPAZ EL SER HUMANO
EL MISIONERO BUSCABA LA SALVACIÓN DE LAS ALMAS, INCLUSO DEFENDER LA VOZ DE LOS INDÍGENAS, PERO TODOS COMBATIERON SUS CREENCIAS TACHÁNDOLAS DE IDOLATRÍA
genes, pero contaban con una profunda religiosidad, tan hondamente arraigada, que les permitía obviar cualquier simbología externa. No eran monoteístas, como algunos han querido creer, pero el panteón guaraní estaba presidido por un dios tan eterno, omnipresente y omnipotente como aquel que difundían los jesuitas. Así mismo, compartían con sus visitantes la idea del paraíso, incluso la de una figura maléfica, encarnación de la muerte y la enfermedad.
Los paralelismos entre las dos formas religiosas, a grandes rasgos, eran muy evidentes y posibilitaban el intercambio de ideas y creencias, algo que no pasó desapercibido a los jesuitas. Existían obstáculos como cierta persistencia de prácticas de canibalismo, pero formalmente la integración religiosa resultaría muy simple sustituyendo la nomenclatura de las figuras religiosas clave y exhibiendo, en ausencia de simbología, el emblema universal de la cruz.
Faltaríamos a la verdad, sin embargo, si considerásemos el abrazo de la fe cristiana por los guaraníes como una respuesta totalmente sincera, fruto exclusivo de un convencimiento meditado. Según algunos historiadores, las tribus guaraníes se encontraban, justo en el momento que aparecieron los jesuitas, envueltas en un proceso unificador a cargo de los karaí, una especie de profetas no adscritos a ninguna tribu concreta. El proceso unificador tenía un componente religioso interno, pero implicaba también una confluencia de fuerzas en aras de repeler la amenaza creciente de hacendados españoles, y en particular de buscadores de esclavos portugueses.
De algún modo, los guaraníes delegaron ese proceso unificador en los misioneros, ya que cumplirían mejor que nadie con las prerrogativas defensivas guaraníes al asegurarse, a través de su intermediación, la protección de la Co- rona. Algunos cronistas se hicieron eco de los debates que tuvieron lugar entre los jefes guaraníes, tratando de consensuar la conveniencia o no de esta alianza. A partir de entonces, el indígena guaraní quedó dividido en dos grandes sectores: los beligerantes, que contra viento y marea mantuvieron una existencia seminómada y apartada, y los conversos de las misiones, que destacaron en el aprendizaje pero, a cambio, olvidaron gran parte de su herencia cultural.
Deberíamos concluir que tanto la evangelización jesuita como la conversión guaraní, al menos estuvieron teñidas por cierto afán utilitarista. En descargo de ambos, no obstante, la historia revela que una alianza siempre lleva implícito el aspecto funcional, una confluencia de intereses. La utilidad, los comprensibles errores e imposiciones, no restan valor al altruismo que dominaría la convivencia. Y es que, una vez superados los difíciles obstáculos de su fundación, fue cuando se produjo el verdadero “milagro” de las misiones.
LA TIERRA PROMETIDA
Quienes hoy recorrieran las ruinas de las misiones jesuitas de América, renovarían su asombro ante las proezas de que
FUNDADA POR IGNACIO DE LOYOLA, LA COMPAÑÍA DE JESÚS OBTUVO LA APROBACIÓN PARA ESTABLECER MISIONES EN AMÉRICA YA EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XVI
es capaz el ser humano. Se preguntarían cómo fue posible erigir de la nada, en un entorno por entonces tan inhóspito, una treintena de auténticos emporios urbanísticos que llegaron a albergar unos 100.000 habitantes. La respuesta es que las misiones guaraníes fueron fruto de una profunda inspiración y sacrificio en nombre de Dios, pero también de una genial organización y puesta en práctica. Los jesuitas tejieron toda una red de enclaves a lo largo del caudaloso cauce del río Paraná y sus afluentes, haciendo gala, como dijimos, de su excepcional aptitud de liderazgo y preparación intelectual. Tras aprender la lengua guaraní, condición indispensable para trasladar sus enseñanzas a los nativos, los jesuitas adecuaron el sistema político y social a la Corona española, y en cuanto a la evangelización, que estuvo basada en el catecismo, trataron hábilmente de congeniar las creencias del guaraní con las católicas.
Cabe imaginar que el acercamiento religioso fue una labor extremadamente delicada. Intuitivamente, los misioneros se arrogaron como karaís (o profetas guaraníes), posición desde la cual pudieron hacerse escuchar. Su función como karaís consistía en demarcar lo que los guaraníes denominaban agujé, o camino de la perfección que llevaba a la ansiada “tierra sin mal”. Lógicamente, los misioneros vincularon esa aspiración existencial del guaraní con el modelo cristiano de progresión espiritual en pos del paraíso, basada en las buenas obras y la oración. Habría que decir que, en este punto, la lectura original del guaraní respecto al agujé y su particular paraíso en realidad diferían del cristianismo, pues el agujé era una energía vital a la que se podía llegar a través de la derrota (y consumo) del enemigo, y la “tierra sin mal” era ansiada como un lugar físico perteneciente a este mundo. Probablemente, a nivel de conciencia, el paso de dos o tres generaciones acabaría por diluir tales diferencias. Lo importante, con todo, es que la confluencia religiosa fue un hecho palpable, y asumido por los indígenas, al que se irían incorporando toda la liturgia y simbolismo propios de la Iglesia Católica.
El organigrama urbanístico típico de cada misión consistía en una gran explanada o centro de reunión, alrededor del cual se repartían las diferentes construcciones civiles y religiosas. Ocupando una posición predominante, se encontraban la iglesia y las dependencias religiosas, así como el cementerio. En otro lado estaba situado el cabildo, donde se dirimían todas las cuestiones políticas de la misión, y el resto del polígono era ocupado por las escuelas, los talleres artesanales y viviendas guaraníes.
La presencia jesuita se limitaba a dos misioneros, uno responsable del ámbito religioso y el otro de los aspectos sociales. Los jesuitas, no obstante, comprendieron la importancia de que los guaraníes fueran capaces de administrar sus asuntos, delegando en ellos buena parte del poder decisorio. Así, a