Historia de Iberia Vieja Monográfico

Las misiones jesuitas de América

En la confluenci­a de Argentina, Brasil y Paraguay, un rosario de antiguas misiones religiosas salpica el territorio. Hoy portentosa­s y enigmática­s ruinas, hubo un tiempo en que acogieron la convivenci­a pacífica entre dos mundos, escenario donde, tanto ind

- GABRIEL MUÑIZ / PAISAJE HUMANO

El cine y la literatura, sin olvidarnos de la historia, sensibiliz­aron nuestra imaginació­n con apasionant­es relatos del encuentro de los dos mundos. En realidad deberíamos hablar de desencuent­ros, o al menos de encuentros no exentos de dramatismo, presididos por la aprensión, la sospecha y el miedo. Por eso los jesuitas salieron al paso del indígena guaraní con la mejor de sus embajadora­s, la penetrante e hipnótica música surgiendo de una flauta y un violín.

Que aquel contacto de civilizaci­ones se materializ­ara en una relación fructífera dependió, no obstante, de otros muchos factores ajenos a lo más o menos novelesco del encuentro. La confluenci­a de caracteres, de expectativ­as religiosas e intereses de subsistenc­ia, condicionó el éxito de la futura convivenci­a en paz.

En este sentido, y ante todo, el desafío encarnado por las misiones consistió en sacudirse el yugo etnocéntri­co que lastraba a los jesuitas y a los indígenas. Sólo mirando bajo la perspectiv­a de ambos pueblos, fijándonos en sus prejuicios respecto al otro, podremos hacernos cargo del milagro social que comportaro­n las misiones.

LOS HOMBRES VERDADEROS

Ya con anteriorid­ad al Descubrimi­ento de América, esporádico­s contactos con tribus remotas del orbe eran reportados por comerciant­es y misioneros. Aquel acopio de informació­n, sin embargo, no fue aprovechad­o científica­mente; más bien se trató de una ocasión perdida en cuanto a la comprensió­n objetiva de las capacidade­s humanas. Salvo excepcione­s, los estudiosos de la época, lejos de construir un corpus antropológ­ico riguroso, siguieron interpreta­ndo la realidad guiándose por la tradición científica clásica y su moral. El resultado, desde aquel punto de vista, no podía ser otro que preguntars­e única y exclusivam­ente por los métodos necesarios para corregir las hipotética­s carencias del indígena.

Las palabras del hispanista John H. Elliot al respecto resultan esclareced­oras. En su obra España y su Mundo, del

1500 a 1700, Elliot dice que nuestros misioneros supieron acumular sobre el terreno, como auténticos científico­s,

datos referentes a rituales, costumbres y creencias de los indígenas, informació­n que era enviada a España para su exposición en el Consejo de Indias o para su considerac­ión en los concilios eclesiásti­cos. Argumenta, sin embargo, que aquella informació­n se utilizó únicamente con fines utilitaris­tas, bajo el prisma de superiorid­ad de la civilizaci­ón cristiana. A través de este conocimien­to, las altas instancias eclesiásti­cas no pretendier­on otra cosa que doblegar al indígena, provocando, ya en origen, cierto enfrentami­ento entre las órdenes religiosas por sus respectivo­s intereses misionales. Es verdad que el misionero buscaba la salvación de las almas, incluso defender la voz de los indígenas, pero todos sin excepción combatiero­n sus creencias ancestrale­s tachándola­s de idolatría.

No deberíamos quitar mérito al ímprobo esfuerzo que supuso sacudirse, aunque fuera en parte, aquella visión lastrada por lecturas religiosas y antropológ­icas infranquea­bles. Una cuestión capital del etnocentri­smo fue la elevación del indígena no sólo a la categoría de “hombre verdadero”, sino a la de hijo de Dios. Como bien decía Elliot en su libro, la diferencia­ción entre racional e irracional estaba vinculada a la diferencia­ción entre lo cristiano y lo pagano. La falta de lengua escrita, la vida nómada o la ausencia de propiedad, se veían como los síntomas de una patología: la ausencia de civilizaci­ón y la animalidad. Partiendo de estos razonamien­tos axiomático­s, eran meras hipótesis cuestiones tan trascenden­tales como que el indígena descendier­a de Adán, obligando a replantear­se la lectura del mismo Libro del

Génesis. El dilema quedaría zanjado con la Bula dictada por Pablo III en 1537, por la cual los indígenas debían considerar­se como hermanos propensos a recibir la auténtica fe.

Con todo, la experienci­a de los misioneros en el trato con los indígenas estaría plagada de dudas. En cierto modo, la rémora de ver al otro como un ser inferior, nacido para la servidumbr­e, impregnó la convivenci­a desde la fundación de las primeras misiones. En el mejor de los casos, el indígena fue tratado como un niño cuya mente era tabula rasa, sobre la que se podía reescribir la nueva fe sin reparar en costumbres ni creencias heredadas. Por eso, según concluía Elliot, los misioneros cayeron pronto en el desencanto al ver que los indios conversos reincidían una y otra vez en su visión ancestral del mundo, dando lugar a un paternalis­mo extremo de los religiosos, paternalis­mo inspirado “más por el temor que por amor y ayuda sincera”.

JESUITAS VERSUS GUARANÍES

En aquel ambiente misional hizo acto de presencia la orden de los jesuitas. Fundada por Ignacio de Loyola, la Compañía de Jesús no sería confirmada por Roma hasta 1540, obteniendo la aprobación para establecer misiones en América ya en la segunda mitad del siglo XVI. Desde sus primeros pasos, destacó entre las demás órdenes religiosas por la rigurosa preparació­n teológica y científica de sus miembros.

Sobre el terreno, una vez observados los errores en que incurrían ellos mismos y otras misiones, los jesuitas comprendie­ron que el ideal no era erradicar todo rastro de la estructura social pagana, sino el afianzamie­nto del cristianis­mo sobre las bases culturales del indígena. Para ello, era condición del éxito misional mantener a los indígenas lo más alejados posible de la “contaminac­ión” europea, a salvo de las corruptela­s y los vicios que podían envenenarl­es la mente. Sólo a partir de la pureza existencia­l del nativo, pensaban los jesuitas, podría arraigar en ellos el cristianis­mo.

Muchos estudiosos se han preguntado por las verdaderas motivacion­es de los jesuitas. ¿Nos encontrarí­amos de nuevo ante un afán puramente utilitaris­ta o, por el contrario, los frailes habían comprendid­o que el indígena no tenía por qué ser equiparado al europeo y merecía la salvaguard­a de sus formas de vida? Nos atreveríam­os a decir que no hay absolutos en esta cuestión. El indígena de las misiones nunca sería tratado desde un prisma igualitari­o, de eso no cabe la menor duda, pero los jesuitas pudieron vislumbrar en su modo de vida una carencia exclusiva del mundo europeo. El indígena encarnaba, de algún modo, aquel estado primigenio, inocente y virtuoso que irremediab­lemente había perdido la humanidad “civilizada”.

Pero nos restaría examinar, igualmente, las verdaderas motivacion­es del indígena guaraní respecto al misionero jesuita. En primer lugar, los primeros misioneros cometieron un gravísimo error al considerar al guaraní como un pueblo que adolecía de falta de espiritual­idad. Nada más lejos de la realidad: los indígenas guaraníes eran nómadas, no poseían templos ni veneraban imá-

QUIENES HOY RECORRIERA­N LAS RUINAS DE LAS MISIONES JESUITAS DE AMÉRICA, RENOVARÍAN SU ASOMBRO ANTE LAS PROEZAS DE QUE ES CAPAZ EL SER HUMANO

EL MISIONERO BUSCABA LA SALVACIÓN DE LAS ALMAS, INCLUSO DEFENDER LA VOZ DE LOS INDÍGENAS, PERO TODOS COMBATIERO­N SUS CREENCIAS TACHÁNDOLA­S DE IDOLATRÍA

genes, pero contaban con una profunda religiosid­ad, tan hondamente arraigada, que les permitía obviar cualquier simbología externa. No eran monoteísta­s, como algunos han querido creer, pero el panteón guaraní estaba presidido por un dios tan eterno, omnipresen­te y omnipotent­e como aquel que difundían los jesuitas. Así mismo, compartían con sus visitantes la idea del paraíso, incluso la de una figura maléfica, encarnació­n de la muerte y la enfermedad.

Los paralelism­os entre las dos formas religiosas, a grandes rasgos, eran muy evidentes y posibilita­ban el intercambi­o de ideas y creencias, algo que no pasó desapercib­ido a los jesuitas. Existían obstáculos como cierta persistenc­ia de prácticas de canibalism­o, pero formalment­e la integració­n religiosa resultaría muy simple sustituyen­do la nomenclatu­ra de las figuras religiosas clave y exhibiendo, en ausencia de simbología, el emblema universal de la cruz.

Faltaríamo­s a la verdad, sin embargo, si considerás­emos el abrazo de la fe cristiana por los guaraníes como una respuesta totalmente sincera, fruto exclusivo de un convencimi­ento meditado. Según algunos historiado­res, las tribus guaraníes se encontraba­n, justo en el momento que apareciero­n los jesuitas, envueltas en un proceso unificador a cargo de los karaí, una especie de profetas no adscritos a ninguna tribu concreta. El proceso unificador tenía un componente religioso interno, pero implicaba también una confluenci­a de fuerzas en aras de repeler la amenaza creciente de hacendados españoles, y en particular de buscadores de esclavos portuguese­s.

De algún modo, los guaraníes delegaron ese proceso unificador en los misioneros, ya que cumplirían mejor que nadie con las prerrogati­vas defensivas guaraníes al asegurarse, a través de su intermedia­ción, la protección de la Co- rona. Algunos cronistas se hicieron eco de los debates que tuvieron lugar entre los jefes guaraníes, tratando de consensuar la convenienc­ia o no de esta alianza. A partir de entonces, el indígena guaraní quedó dividido en dos grandes sectores: los beligerant­es, que contra viento y marea mantuviero­n una existencia seminómada y apartada, y los conversos de las misiones, que destacaron en el aprendizaj­e pero, a cambio, olvidaron gran parte de su herencia cultural.

Deberíamos concluir que tanto la evangeliza­ción jesuita como la conversión guaraní, al menos estuvieron teñidas por cierto afán utilitaris­ta. En descargo de ambos, no obstante, la historia revela que una alianza siempre lleva implícito el aspecto funcional, una confluenci­a de intereses. La utilidad, los comprensib­les errores e imposicion­es, no restan valor al altruismo que dominaría la convivenci­a. Y es que, una vez superados los difíciles obstáculos de su fundación, fue cuando se produjo el verdadero “milagro” de las misiones.

LA TIERRA PROMETIDA

Quienes hoy recorriera­n las ruinas de las misiones jesuitas de América, renovarían su asombro ante las proezas de que

FUNDADA POR IGNACIO DE LOYOLA, LA COMPAÑÍA DE JESÚS OBTUVO LA APROBACIÓN PARA ESTABLECER MISIONES EN AMÉRICA YA EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XVI

es capaz el ser humano. Se preguntarí­an cómo fue posible erigir de la nada, en un entorno por entonces tan inhóspito, una treintena de auténticos emporios urbanístic­os que llegaron a albergar unos 100.000 habitantes. La respuesta es que las misiones guaraníes fueron fruto de una profunda inspiració­n y sacrificio en nombre de Dios, pero también de una genial organizaci­ón y puesta en práctica. Los jesuitas tejieron toda una red de enclaves a lo largo del caudaloso cauce del río Paraná y sus afluentes, haciendo gala, como dijimos, de su excepciona­l aptitud de liderazgo y preparació­n intelectua­l. Tras aprender la lengua guaraní, condición indispensa­ble para trasladar sus enseñanzas a los nativos, los jesuitas adecuaron el sistema político y social a la Corona española, y en cuanto a la evangeliza­ción, que estuvo basada en el catecismo, trataron hábilmente de congeniar las creencias del guaraní con las católicas.

Cabe imaginar que el acercamien­to religioso fue una labor extremadam­ente delicada. Intuitivam­ente, los misioneros se arrogaron como karaís (o profetas guaraníes), posición desde la cual pudieron hacerse escuchar. Su función como karaís consistía en demarcar lo que los guaraníes denominaba­n agujé, o camino de la perfección que llevaba a la ansiada “tierra sin mal”. Lógicament­e, los misioneros vincularon esa aspiración existencia­l del guaraní con el modelo cristiano de progresión espiritual en pos del paraíso, basada en las buenas obras y la oración. Habría que decir que, en este punto, la lectura original del guaraní respecto al agujé y su particular paraíso en realidad diferían del cristianis­mo, pues el agujé era una energía vital a la que se podía llegar a través de la derrota (y consumo) del enemigo, y la “tierra sin mal” era ansiada como un lugar físico pertenecie­nte a este mundo. Probableme­nte, a nivel de conciencia, el paso de dos o tres generacion­es acabaría por diluir tales diferencia­s. Lo importante, con todo, es que la confluenci­a religiosa fue un hecho palpable, y asumido por los indígenas, al que se irían incorporan­do toda la liturgia y simbolismo propios de la Iglesia Católica.

El organigram­a urbanístic­o típico de cada misión consistía en una gran explanada o centro de reunión, alrededor del cual se repartían las diferentes construcci­ones civiles y religiosas. Ocupando una posición predominan­te, se encontraba­n la iglesia y las dependenci­as religiosas, así como el cementerio. En otro lado estaba situado el cabildo, donde se dirimían todas las cuestiones políticas de la misión, y el resto del polígono era ocupado por las escuelas, los talleres artesanale­s y viviendas guaraníes.

La presencia jesuita se limitaba a dos misioneros, uno responsabl­e del ámbito religioso y el otro de los aspectos sociales. Los jesuitas, no obstante, comprendie­ron la importanci­a de que los guaraníes fueran capaces de administra­r sus asuntos, delegando en ellos buena parte del poder decisorio. Así, a

 ??  ?? Cataratas de Iguazú. El salto de Dos Hermanas, con la pileta natural de la base, es uno de los más espectacul­ares y demandados por los turistas que visitan la franja argentina de estas cataratas.
Cataratas de Iguazú. El salto de Dos Hermanas, con la pileta natural de la base, es uno de los más espectacul­ares y demandados por los turistas que visitan la franja argentina de estas cataratas.
 ??  ?? Orquesta de misioneros. El grabado muestra un “concierto” impartido por tres músicos llevados, por las aguas de un río de Paraguay, por un indígena.
Orquesta de misioneros. El grabado muestra un “concierto” impartido por tres músicos llevados, por las aguas de un río de Paraguay, por un indígena.
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 ??  ?? Catecismo para indígenas. Esta obra de Pedro de Gante es uno de los catecismos más antiguos de la evangeliza­ción de México, y la conserva la Biblioteca Nacional desde 1897.
Catecismo para indígenas. Esta obra de Pedro de Gante es uno de los catecismos más antiguos de la evangeliza­ción de México, y la conserva la Biblioteca Nacional desde 1897.
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Jesuitas. La orden fue fundada por Ignacio de Loyola y confirmada por Roma en 1540.

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