El testamento del rey templario
“Asimismo para después de mi muerte, dejo por mi heredero y sucesor al Sepulcro del Señor, que está en Jerusalén y a los que guardan y lo conservan, y allí mismo sirven a Dios. Y al Hospital de los pobres que hay en Jerusalén; y al templo del Señor con los caballeros que allí vigilan para defender el nombre de la cristiandad”. Pocas veces un testamento ha sido tan polémico y sorprendente como el que Alfonso I el Batallador, conquistador de Zaragoza, dictó en Bayona en 1131 y revalidó tres años más tarde. El monarca de la Corona de Aragón, fallecido sin descendencia en 1134 durante una de sus campañas contra los almorávides, decidió repartir su reino entre tres órdenes radicadas en Oriente y con escaso predicamento aún dentro de la península Ibérica: el cabildo del Santo Sepulcro, la orden hospitalaria de San Juan y la orden militar del Temple. Pero, ¿por qué lo hizo? En nuestro artículo de portada, abordamos las claves de la última voluntad regia, que no fue acatada por sus vasallos, y propició, así, la división de los reinos de Navarra y Aragón y el malestar de los caballeros afectados. Y, junto a esas claves, trazamos el retrato de un rey medieval, un guerrero que simbolizó el ideal de Cruzada al frente de una Corona asediada por problemas sin fin, y que vivió rodeado por una cohorte de personajes tan apasionantes como Urraca o Alfonso VI de Castilla.