El español más respetado en el Titanic fue sin duda Víctor Peñasco y Castellana, nieto de José Canalejas y heredero de una inmensa fortuna
Entre ese pasaje hubo ocho españoles al menos. La cifra es difícil de concretar porque los registros se realizaban a mano y no todos los pasajeros daban su nombre verdadero, especialmente los de tercera clase, embarcados rumbo a la tierra de las oportunidades en busca precisamente de eso, de una oportunidad para mejorar sus vidas.
Y aunque no hay constancia de que ningún español viajase en tercera clase, sí los hubo en segunda. Fue el caso de Asunción y Florentina Durán, dos hermanas de 30 y 34 años, respectivamente, naturales de Lleida y que embarcaron en Cherburgo rumbo a La Habana. También leridano era Emilio Pallas Castello, y de muy cerca, del pueblo barcelonés de Olérdola, Juliá Padró Manent. Gracias a él, los españoles tendrían un relato pormenorizado de los últimos minutos del Titanic y del pánico vivido en su cubierta. La única española que se subió en Southampton fue Encarnación Reinaldo, de 28 años, pasajera de segunda clase.
Sin embargo, el español más respetado en el Titanic fue sin duda Víctor Peñasco y Castellana, nieto de José Canalejas y heredero de una inmensa fortuna. Junto a él viajaban su esposa, Josefa Pérez de Soto, y la doncella de ambos, Fermina Oliva.
Tras una suntuosa boda, la pareja había iniciado un viaje por Europa que duraría 17 meses. Se bañaron en Biarritz, viajaron en el Orient Express, jugaron en el casino de Montecarlo y cenaron en el Maxin´s de París. Fue en esta ciudad donde se dejaron cautivar por los carteles publicitarios del Titanic, comprando un pasaje en primera clase que les daba derecho a un camarote de 108 libras –más de 6.000 euros actuales-. Como la madre de Víctor les había pedido encarecidamente que no viajasen en barco, la pareja compró en la capital francesa varias postales que rellenaron contando vivencias ficticias y que su criado se encargaría de ir mandando por correo en los días sucesivos al quedarse en tierra. Algunas de esas postales llegaron tras el hundimiento, a modo de broma macabra, con Víctor Peñasco figurando ya en la lista de ahogados.
Cuando embarcaron, el matrimonio, aún acostumbrado al lujo, no pudo sino maravillarse con el interior del buque: “Era todo increíblemente precioso y la gente, bueno, lo mejor de lo mejor de todo el mundo”, relataría Josefa Pérez de Soto años después.
Tras Cherburgo, el Titanic alcanzó las costas irlandeses y, a partir de ahí, el basto y gélido Atlántico.
ICEBERG A LA VISTA
Como capitán, la White Star Line había escogido a Eduard James Smith, el más veterano y mejor capitán de la compañía. En sus 35 años de carrera no había sufrido jamás un accidente grave y por eso siempre se le entregaba el mando de los más modernos y lujosos barcos de la naviera, lo que le valió el sobrenombre del “capitán de los millonarios”.
Desde su puente de mando ordenó que las máquinas, algunas de hasta cuatro pisos de altura, alcanzaran su máximo rendimiento, maravillando a unos pasajeros que observaban desde las cubiertas cómo la proa rompía el mar provocando grandes ríos de espuma. El sentimiento común, tanto en la tercera como en la primera clase, era de privilegio por estar en ese instante en el mejor barco del mundo y con algunas de las más importantes personalidades de la época.
Ahí estaba Molly Brown, “la insumergible Molly”; Benjamin Guggenheim, miembro de una insigne familia de mecenas del arte; la familia Widener, que había viajado hasta París solo para comprar tela para el vestido de novia de su hija; Erik Lind, un poderoso hombre de negocios sueco acostumbrado a renacer de sus continuas bancarrotas… Muchos de ellos perecerían en el naufragio, como el propio
Erik Lind, que nadó hasta uno de los botes de salvamento muriendo en el intento o Benjamin Guggenheim, del que no se tiene siquiera constancia que intentara subirse a uno. Más trágico si cabe sería el final del matrimonio Strauss. El marido, Isador, era el fundador de los almacenes neoyorquinos Macy´s. Tras la colisión con el iceberg, su mujer, Ida, rehusó subirse al bote salvavidas número 8. “Donde tú vayas, allí iré yo”, le dijo a su gran amor. Y así, abrazados, esperaron a que el agua les engullese.
Fue ese bote número 8 gracias al cual Josefa Pérez de Soto salvaría su vida, teniendo como compañeras de salvamento a Molly Brown y a la condesa de Rhodes. Víctor Peñasco, por el contrario, permanecerá en el buque observando cómo las barcazas se alejan, hasta que su cuerpo también sería engullido por el Atlántico.
Pero no adelantemos acontecimientos. Nos encontramos en la tarde del 13 de abril. Como recordaría Juliá Padró en una entrevista concedida ya en La Habana, 43 años después del hundimiento a la revista Bohemia, “arriba, en la cubierta, hacía un frío tremendo. El mar estaba sereno, todos lucían alegres y divertidos. Nadie podía suponer lo cercana que estaba la tragedia”.
El Titanic viaja a la increíble velocidad para la época de 22 nudos. En la sala de máquinas los operarios trabajan a 40ºc dando continuas paladas de carbón y en el horizonte las luces del sol van ocultándose poco a poco. Es la hora de cenar y los pasajeros se retiran a sus aposentos para vestirse. Incluso los de segunda y tercera clase tenían sus comedores propios, más lujosos de lo que se cree y con servicio incluido. A las 21.30 el capitán abandona el puente, pero ordena que se le informe de cualquier contingencia. Mientras, el ocio se apoderaba de los salones. “Esa noche, después de la cena, varios amigos nos reunimos en el salón de fumar para jugar unas partidas de ajedrez, mientras unos hablaban y otros se entendían con los naipes”, comentó Juliá Padró en la misma entrevista.
También Josefa Pérez recordaría nítidamente esa última noche: “Una gran cena amenizada con una gran orquesta. Como buenos españoles, fuimos los últimos en abandonar el salón, ya que nos quedamos charlando con un matrimonio argentino, los únicos con los que habíamos congeniado en el viaje».