Para contener el pánico, la orquesta no cesó de tocar un instante, aunque algunos pasajeros, como Juliá Padró, no recordarían haberlos visto ni escuchado
se redujo a 20 para dejar más espacio a los pasajeros de primera clase en sus paseos por la cubierta. Un error que costaría la vida a 1.517 personas.
Para contener el pánico, la orquesta del barco no cesó de tocar un instante, aunque algunos pasajeros, como Juliá Padró, no recordarían haberlos visto ni escuchado. “¡Y que me perdonen los que afirman lo contrario!”, dijo durante su narración. Seguramente Juliá no los escuchó por el caos imperante o por no encontrarse cerca de ellos, ya que la actuación de la orquesta está fuera de toda duda. Y es que el dramatismo de esas horas postreras superó a todo lo que podamos imaginar. Como ejemplo, la familia de Carl Asplund, pasajero de tercera clase. Viajaba con su mujer y sus cinco hijos en un camarote situado en la popa del buque. Tras la colisión, los siete lograron alcanzar la cubierta de botes, pero incapaces de dejar a su padre solo, decidieron regresar al camarote y esperar a que la muerte les alcanzase abrazados. Así lo narraría la madre, Selma Asplund, a su regreso a tierra firme. Pero cuando ya estaban camino de regreso, un tripulante agarró a la hija menor, Lillian, y la lanzó al interior de un bote. Después hizo lo propio con otro de sus hijos, mientras gritaba: “¡Bajad a la madre también al bote!”. Sin poder impedirlo, a Selma solo le restó observar cómo su marido corría con los tres hijos restantes buscando otro bote vacío. Fue la última imagen que tuvo de ellos con vida.
Sin duda alguna, la labor de los oficiales fue importantísima para que la tragedia no hubiera sido aún mayor. De entre ellos destacó el primer oficial Murdoch, el cual no tuvo reparos en desenfundar su pistola y disparar al aire para impedir que los botes se agolpasen de gente y terminaran hundiéndose por el peso.
Los mismos botes que poco a poco fueron distanciándose del Titanic. Desde la lejanía, los supervivientes narrarían cómo los gritos de quienes quedaban en cubierta les embargaban los corazones, sabedores de que para ellos no habría ningún salvamento. En la desesperación, fueron varios los pasajeros que se lanzaron a las gélidas aguas persiguiendo alguna barcaza. Entre ellos, Gerda y su marido Edgar Lindell y el pasajero Carl Olor Jansson. Los tres nadaron hasta el salvavidas desplegable A, el último en ser arriado al mar. Cuando lo alcanzaron, Gerda se quedó quieta en la quilla, ya sin fuerzas y a punto de morir congelada. Su marido la estuvo agarrando para subirla a bordo, pero el esfuerzo le hizo desvanecerse. Sería otro pasajero, August Wennerstom, quien la sujetó