Historia de Iberia Vieja

Urraca y Alfonso contrajero­n matrimonio en septiembre de 1109 y desde esa fecha se enzarzaron en una lucha sin cuartel por los derechos de Castilla

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La obra de ingeniería política tramada por el castellano, reverso del Cid Campeador en el Poema y en la vida real, no pudo ser, pese a sus altas miras, más desafortun­ada. Urraca y Alfonso contrajero­n matrimonio en septiembre de 1109 y desde esa fecha se enzarzaron en una lucha sin cuartel por los derechos patrimonia­les de Castilla. La orden de Cluny y la nobleza borgoñona apoyaban a Urraca (no hay que olvidar que la reina se había casado con Raimundo de Borgoña en 1090, fallecido en 1107, y que de ese enlace nació Alfonso Raimúndez, el futuro Alfonso VII el Emperador), en tanto que la burguesía de las ciudades fiaba sus cartas al Batallador. Sea como fuere, la alianza en el lecho de los reinos hispano-cristianos acabó como el rosario de la aurora, con

guerras civiles, pactos violados y repudios que empantanar­on a Alfonso I en las aguas castellana­s y le hicieron descuidar otros designios más ambiciosos y harto más urgentes.

Y es que mientras las familias más linajudas de Castilla deshojaban la margarita del poder, manejando al infante Alfonso Raimúndez como a una marioneta, en Aragón los Banu-hud sucumbían al impulso de los almorávide­s, una dinastía beréber que en 1110 tomó Zaragoza y amenazó Barcelona cuatro años más tarde.

Poco a poco, el conflicto con Urraca se fue serenando –si bien Castilla fue siempre una china en el calzado del rey–, lo que permitió que el Batallador volviera los ojos al Valle del Ebro para emprender batalla contra los insaciable­s almorávide­s.

Fundada por dos hermanos de la tribu lamtuna, predecesor­a de los tuareg, esta dinastía se expandió tras el paréntesis abierto por los taifas del siglo XI y fue devorada por los almohades en la segunda mitad del XII. Capaces de poner contra las cuerdas al mismísimo suegro de Alfonso I en Sagrajas (1086), los “habitantes de las rábidas” –que no otra cosa significa almorávide­s– presumían de contar sus batallas por victorias hasta que, en el horizonte, se perfiló la figura regia del aragonés.

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