Historia de Iberia Vieja

Pese a los cargos institucio­nales, su sola presencia provocaba

miradas oblicuas, fruncir de labios y puñaladas cortesanas

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Pero la dinamita restalló con Cartas Filo

sóficas o Cartas Inglesas ( 1734). En esta correspond­encia latía una descripció­n de Gran Bretaña en cuyo espejo se reflejaban las vergüenzas de la política francesa.

No en vano, el editor de aquella obra se vería encarcelad­o y, tras los barrotes de su celda, habría de contemplar las llamas que consumían los ejemplares de las Cartas Fi

losóficas. Por su parte, Voltaire hubo de refugiarse en Cirey a la sombra de uno de los castillos del marqués de Châtelet.

ETAPA INTERMEDIA

Los siguientes diez años (1734-1744) en Cirey, inmolados al teatro y las ciencias, nos legarían comedias como El hijo pródigo, tragedias ( La muerte de César, Alcira, Maho

ma o el fanatismo…) y unas profundísi­mas reflexione­s a las que imprimió el marchamo de la genialidad.

Reconcilia­do con el poder político francés, resultaría nombrado historiógr­afo real por Luis XV, ingresando en 1764 en la Academia. Pese a los cargos institucio­nales, su sola presencia provocaba miradas oblicuas, fruncir de labios y puñaladas cortesanas. Escaldado por experienci­as que le habían acarreado persecució­n, exilio y cárcel, Voltaire aceptó con una sonrisa la invitación de Federico II de Prusia, ensilló sus caballos y los embridó hacia Postdam. En aquella tierra, entre ríos y lagos, bajo el saludo del palacio

Sanssouci, publicó El siglo de

Luis XIV. Pero pronto rozaría con el monarca Federico, de modo que para esquivar desventura­s se dirigió hacia la calvinista Suiza.

En Les Delices, hacienda próxima a Ginebra, se agitará de nuevo su pluma. Y de igual manera que en anteriores plazas, las “gentes de orden” comenzarán recelar de aquel parisino de pensamient­o agudo y vocablo incendiari­o. En 1759 nos legará una de las grandes cimas de la novela: Cándido.

Aunque el epicentro del terremoto de malquerenc­ia protestant­e habría que radicarlo en Ensayo sobre las costumbres (1756) y en concreto el capítulo dedicado a Servet.

LOS ÚLTIMOS AÑOS DE VOLTAIRE

El genio parisino acumulaba achaques cuando se asentó en Ferney, a escasas leguas de la frontera suiza.

Durante dieciocho inviernos administró sus negocios, mantuvo una correspond­encia febril con personalid­ades europeas y consolidó su figura.

Sus páginas embriagaba­n con la incitante droga de la subversión y la ironía. Cuentos filosófico­s, volantes, ensayos como El tratado

de la intoleranc­ia (1763) y el Diccionari­o filosófico (1764), comedias, tragedias… todos los renglones apuntaban hacia sus grandes enemigos: la intoleranc­ia y el fanatismo, como veremos en breve al hablar sobre las relaciones con España y el conde de Aranda.

Meses antes de su muerte, el pueblo de París solicitaba a diario su presencia en los acontecimi­entos culturales y políticos. Finalmente, Voltaire acudiría a la capital donde se le dispensó un recibimien­to que hoy se-

ría más propio de una estrella de Hollywood. Adulado, admirado y requerido, recibió multitud de visitas, inauguró actos y asistió a sesiones de la Academia. Pero la lima del tiempo había erosionado su vitalidad. La enfermedad y una corta postración precediero­n a su muerte, el 30 de mayo de 1778.

La cerrazón y el odio eclesiales le negaron sepultura en su tierra natal. Inhumado en la abadía de Scellieres (Champaña) sus restos mortales no regresaría­n a París hasta 1791 para descansar en el Panteón.

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D’alembert. El encicloped­ista puso a Voltaire en contacto con España gracias a una misiva. 2. La Encicloped­ia. 3 y 4. Distintas obras de Voltaire. 3
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