La personalidad visionaria, el perfil masónico y su acervo intelectual situaron al conde de Aranda
en la galaxia de los enciclopedistas
¿QUIÉN FUE EL CONDE DE ARANDA?
La personalidad visionaria, el perfil masónico y su acervo intelectual cultivado en Bolonia, Roma y en multitud de viajes por Europa, situaron a Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda, en la galaxia de los enciclopedistas, especie siempre extraña y en peligro de extinción en la península ibérica. Su visión alcanzaba mucho más allá que la de cualquier contemporáneo. Así, en 1783 explicaba con una antelación de cien años el surgimiento de Estados Unidos como potencia mundial anegada por la codicia:
“Esta república federal nació pigmea, por decirlo así y ha necesitado del apoyo y fuerza de dos Estados tan poderosos como España y Francia para conseguir su independencia. Llegará un día en que crezca y se torne gigante, y aun coloso temible en aquellas regiones. Entonces olvidará los beneficios que ha recibido de las dos potencias, y sólo pensará en su engrandecimiento... El primer paso de esta potencia será apoderarse de las Floridas a fin de dominar el golfo de México. Después de molestar- nos así y nuestras relaciones con la Nueva España, aspirará a la conquista de este vasto imperio, que no podremos defender contra una potencia formidable establecida en el mismo continente y vecina suya.”
Tras el vaticinio proponía una solución similar a la actual Commonwealth del Imperio Británico: “..Que V.M se desprenda de todas las posesiones del continente de América, quedándose únicamente con las islas de Cuba y Puerto Rico en la parte septentrional y algunas que más convengan en la meridional, con el fin de que ellas sirvan de escala o depósito para el comercio español. Para verificar este vasto pensamiento de un modo conveniente a la España se deben colocar tres infantes en América: el uno de Rey de México, el otro de Perú y el otro de lo restante de Tierra Firme, tomando VM el título de Emperador. (…)”. Desgraciadamente, no se le hizo caso...
Pero el conde de Aranda y Voltaire jamás llegaron a conocerse personalmente. Y pese a los elogios, no cuesta intuir que hubieran chocado de haberse tratado en persona, toda vez que Voltaire alimentaba una mente prodigiosa, sin duda, pero arrebatada por la fantasía y el optimismo. A distancias siderales del ponderado Aranda.
INTERCAMBIO DE REGALOS… Y OLVIDO
El primer y único contacto epistolar entre ambos personajes no se vio motivado por luces enciclopédicas, profundidades filosóficas o un plan conjunto de ataque al “monstruo de largas uñas y afiladas garras”, sino por uno de los negocios de Voltaire, la fabricación y venta de relojes lujosos. Así, con la idea de “hacer gran comercio en España”, Voltaire regalaría a Aranda uno de aquellos carillones dorados, como una suerte de acceso al mercado español. Por su parte, el conde obsequió a su admirador con vinos, paños y primorosas porcelanas de la fábrica de Alcora, lo que motivó una almibarada carta del francés cuajada de lisonjas.
Aranda no se molestaría en contestar. Y Voltaire jamás insistió. Ni siquiera cuando, en 1773, el conde tomó posesión de su cargo como embajador en París. La última referencia del genio parisino a España y Aranda se produjo, lógicamente, con el oscuro cortinón de fondo de la Inquisición. De este modo, a escasas fechas de su muerte, escribirá a Catalina II, emperatriz de Rusia: Acabamos de enterarnos en este momento que la Inquisición de monjes romanos ha sido restablecida en España en todo su poder. El conde de Aranda cuando fue primer ministro supo prohibir, por un edicto firmado por el rey, que el gran inquisidor pudiera en adelante arrestar a los españoles valiéndose de su autoridad privada. Este edicto acaba de ser revocado. El famoso libro de Beccaria, magistrado de Milán, sobre los delitos y penas, ha sido quemado públicamente por el sagrado verdugo de la Inquisición de Madrid. Pronto habrá auto de fe.
Efectivamente, una de las obras cumbres del Derecho, De los delitos y las penas era consumida por el fuego y el fanatismo.
La Inquisición y el atraso siguieron cabalgando en la península y juntas alumbrarían (más bien oscurecerían) un siglo XIX infectado de injusticia social, incuria científica, aislamiento y guerras civiles. Tragedias que, seguramente, siempre intuyó la mente culta, masónica y